La luna se alzaba como una emperatriz sobre los tejados,
rielaba en el agua de los canales, se enseñoreaba de la ciudad dormida,
cubriéndola de un aire onírico. Un halo blanco la circundaba como un velo vaporoso.
Obligaba a las escasas ánimas que transitaban las calles a alzar la mirada.
Hacia tiempo que la ciudad no veía el orbe tan henchido y hasta los gatos que
recorrían los tejados del barrio viejo caían bajo su hechizo y permanecían
quietos como extrañas gárgolas, observándola.
En la buhardilla de la casa de las tejas esmaltadas la luz
dorada de las velas agonizaba. La figura derrotada del elfo descansaba sobre la
cama, incluso en su desesperación había intentado mantener el orden, se había
aferrado a él, y las sábanas seguían ordenadas, la camisa que con tanto
desespero apretaba entre sus dedos estaba plegada bajo la almohada. Sus ojos
permanecían entreabiertos, fijos en la vidriera tras la que se encendía una
luminaria teñida de azul y dorado a través del cristal teñido, pero no veía el
árbol que abría sus ramas y ofrecía sus frutos. Iranion estaba soñando y el
viento seguía ululando.
“Ven… Ven a través de
la sangre… a través de la noche. Ven…”
…
Arañó el fondo del cajón,
clavando las uñas sobre la superficie de madera. Tironeó hasta sacarlo del
hueco del escritorio, murmurando entre dientes con un siseo desesperado. No podía
ser, tenía que estar allí, allí lo había dejado y allí no había más que un cajón
vacío. Se le aceleró la respiración, tiró del siguiente cajón, tanteó con las
manos desnudas en su interior, cada vez más desesperado. Quería terminar, se
estaba desangrando a cada latido de su corazón, que había revivido con aquellos
ojos azules horadándole. Se había arrancado el alma, o lo que tuviera en su
lugar y el hálito de vida que le quedaba se hacía insoportable.
- Tranquilo… - Unas manos
blancas detuvieron las suyas. El aliento se paró en su garganta, el aire olía a
magnolias. Los dedos largos, marmóreos, rodearon sus manos y las cobijaron. Los
brazos gráciles le cercaron en un abrazo maternal. – Sé lo que quieres hacer… sé
por qué te sientes así… pero todo va a salir bien, hijo mío. No nos hagas esto…
cuando seas libre dejarás de sufrir, los dos dejaremos de sufrir.
Intentó debatirse en
esa presa de seda y brazos suaves, pero esa voz era más poderosa que el más férreo
de los cepos. Como una tela mojada y pesada se instalaba sobre su consciencia,
sobre sus ojos, y sus sentidos se adormecían. El latido de su corazón se acalló,
volvió a sentirlo lejano y dormido.
“Ven… ven a través de
abismos… por grande que sea la distancia.”
Le temblaban las manos… sus pasos eran vacilantes, hacían crujir
la madera bajo sus pies. Su aliento sonaba entrecortado, por encima del
murmullo continuo del viento que se colaba por las brechas de la madera, por
debajo de la puerta. Allí seguía la sombra, moviéndose inquieta, esperando al
otro lado. Parecía arrastrar un tremendo peso con cada paso que daba, hasta que
cerró la mano en el pomo de la puerta. Le temblaban los labios, sus ojos
febriles miraban al vacío mientras murmuraba.
- No… no…nonono. – Repetía. Desde el otro lado le llegó el
eco de un sollozo.
- ¿Por qué quieres
dejarme sola?... ¿por qué me dejas sola?.
Cayó de rodillas, aferrándose al pomo de la puerta, sus
dedos resbalaron y arañaron la madera mientras negaba, mientras se ahogaba en
el sollozo silencioso y los susurros.
- Déjame… déjame… este es mi hogar. Este es mi hogar.
Resbaló hasta el
suelo, el frío del mármol lamió las palmas de sus manos, y luego el tacto de la
seda familiar, perfumada de magnolias. Ya no olía a tierra mojada, el mundo
estaba cubriéndose de una niebla densa, blanca y resplandeciente, preñada del
olor dulzón de las flores blancas. Los brazos delicados volvieron a rodearle.
- Lo has hecho… ¿y
ahora me abandonas?. Lo has hecho, le has matado.
- No, no. NO. –
Repetía, arañando la madera, intentando anclarse. No podía quedarse ahí, a sus
pies, no podía caer de nuevo, pero tampoco podía huir… si abandonaba el bosque,
si lo hacía estaría perdido.
La tierra estaba húmeda
bajo sus rodillas. Estaba manchándole el traje blanco y dorado del baile. No le
importaba, ya no había mármol frío, si se volvía, no le vería tendido en el
suelo, pero la tierra olía a vino y a sangre, y el aire a magnolias. Se revolvió
y se deshizo de la presa de su madre, la golpeó en el rostro con el reverso de
la mano para desembarazarse de ella y al ponerse en pie echó a correr.
Abrió con tanto ímpetu la puerta que el batiente chocó
contra la pared y volvió a cerrarse, dejando la buhardilla en la oscuridad
fragmentada por la luz teñida de la luna. Descendió las escaleras sin ver por
donde iba, con los ojos abiertos y las pupilas contraídas, huyendo en la
dirección equivocada.
Si corría lo
suficiente, si se internaba por los senderos más oscuros, acabaría llegando al
corazón del bosque… tenía que encontrarlo, tenía que ponerse a salvo bajo el
ramaje del roble, a salvo de la luz de la luna que bañaba el mundo a raudales. Giró
por los recovecos, corrió a través de los senderos, pero no encontraba los
caminos cubiertos por la bóveda arbórea del bosque nocturno, y la luz de la
luna hacía estallar las flores blancas por doquier, marcándole otro camino.
“Ven… ven… a través de
abismos y océanos… ven… sobre las montañas… por grande que sea la distancia.
Ven… a través de la sangre, a través de la noche.”
Se detuvo de pronto ante el canal, donde la luz blanca
temblaba sobre la superficie oscura de las aguas, y levantó la mirada hacia el
cielo despejado, donde el único ojo de esa diosa paciente y terrible le
observaba, y abría sus brazos de bruma blanca hacia él.
“Ven… a través de los
lazos que nadie puede romper… ven… ven hasta el alba…”