viernes, 24 de agosto de 2012

XXX - La larga noche III


La luna se alzaba como una emperatriz sobre los tejados, rielaba en el agua de los canales, se enseñoreaba de la ciudad dormida, cubriéndola de un aire onírico. Un halo blanco la circundaba como un velo vaporoso. Obligaba a las escasas ánimas que transitaban las calles a alzar la mirada. Hacia tiempo que la ciudad no veía el orbe tan henchido y hasta los gatos que recorrían los tejados del barrio viejo caían bajo su hechizo y permanecían quietos como extrañas gárgolas, observándola.

En la buhardilla de la casa de las tejas esmaltadas la luz dorada de las velas agonizaba. La figura derrotada del elfo descansaba sobre la cama, incluso en su desesperación había intentado mantener el orden, se había aferrado a él, y las sábanas seguían ordenadas, la camisa que con tanto desespero apretaba entre sus dedos estaba plegada bajo la almohada. Sus ojos permanecían entreabiertos, fijos en la vidriera tras la que se encendía una luminaria teñida de azul y dorado a través del cristal teñido, pero no veía el árbol que abría sus ramas y ofrecía sus frutos. Iranion estaba soñando y el viento seguía ululando.

“Ven… Ven a través de la sangre… a través de la noche. Ven…”


Arañó el fondo del cajón, clavando las uñas sobre la superficie de madera. Tironeó hasta sacarlo del hueco del escritorio, murmurando entre dientes con un siseo desesperado. No podía ser, tenía que estar allí, allí lo había dejado y allí no había más que un cajón vacío. Se le aceleró la respiración, tiró del siguiente cajón, tanteó con las manos desnudas en su interior, cada vez más desesperado. Quería terminar, se estaba desangrando a cada latido de su corazón, que había revivido con aquellos ojos azules horadándole. Se había arrancado el alma, o lo que tuviera en su lugar y el hálito de vida que le quedaba se hacía insoportable.

- Tranquilo… - Unas manos blancas detuvieron las suyas. El aliento se paró en su garganta, el aire olía a magnolias. Los dedos largos, marmóreos, rodearon sus manos y las cobijaron. Los brazos gráciles le cercaron en un abrazo maternal. – Sé lo que quieres hacer… sé por qué te sientes así… pero todo va a salir bien, hijo mío. No nos hagas esto… cuando seas libre dejarás de sufrir, los dos dejaremos de sufrir.

Intentó debatirse en esa presa de seda y brazos suaves, pero esa voz era más poderosa que el más férreo de los cepos. Como una tela mojada y pesada se instalaba sobre su consciencia, sobre sus ojos, y sus sentidos se adormecían. El latido de su corazón se acalló, volvió a sentirlo lejano y dormido.

“Ven… ven a través de abismos… por grande que sea la distancia.”

Le temblaban las manos… sus pasos eran vacilantes, hacían crujir la madera bajo sus pies. Su aliento sonaba entrecortado, por encima del murmullo continuo del viento que se colaba por las brechas de la madera, por debajo de la puerta. Allí seguía la sombra, moviéndose inquieta, esperando al otro lado. Parecía arrastrar un tremendo peso con cada paso que daba, hasta que cerró la mano en el pomo de la puerta. Le temblaban los labios, sus ojos febriles miraban al vacío mientras murmuraba.

- No… no…nonono. – Repetía. Desde el otro lado le llegó el eco de un sollozo.

- ¿Por qué quieres dejarme sola?... ¿por qué me dejas sola?.

Cayó de rodillas, aferrándose al pomo de la puerta, sus dedos resbalaron y arañaron la madera mientras negaba, mientras se ahogaba en el sollozo silencioso y los susurros.

- Déjame… déjame… este es mi hogar. Este es mi hogar.

Resbaló hasta el suelo, el frío del mármol lamió las palmas de sus manos, y luego el tacto de la seda familiar, perfumada de magnolias. Ya no olía a tierra mojada, el mundo estaba cubriéndose de una niebla densa, blanca y resplandeciente, preñada del olor dulzón de las flores blancas. Los brazos delicados volvieron a rodearle.

- Lo has hecho… ¿y ahora me abandonas?. Lo has hecho, le has matado.

- No, no. NO. – Repetía, arañando la madera, intentando anclarse. No podía quedarse ahí, a sus pies, no podía caer de nuevo, pero tampoco podía huir… si abandonaba el bosque, si lo hacía estaría perdido.

La tierra estaba húmeda bajo sus rodillas. Estaba manchándole el traje blanco y dorado del baile. No le importaba, ya no había mármol frío, si se volvía, no le vería tendido en el suelo, pero la tierra olía a vino y a sangre, y el aire a magnolias. Se revolvió y se deshizo de la presa de su madre, la golpeó en el rostro con el reverso de la mano para desembarazarse de ella y al ponerse en pie echó a correr.

Abrió con tanto ímpetu la puerta que el batiente chocó contra la pared y volvió a cerrarse, dejando la buhardilla en la oscuridad fragmentada por la luz teñida de la luna. Descendió las escaleras sin ver por donde iba, con los ojos abiertos y las pupilas contraídas, huyendo en la dirección equivocada.

Si corría lo suficiente, si se internaba por los senderos más oscuros, acabaría llegando al corazón del bosque… tenía que encontrarlo, tenía que ponerse a salvo bajo el ramaje del roble, a salvo de la luz de la luna que bañaba el mundo a raudales. Giró por los recovecos, corrió a través de los senderos, pero no encontraba los caminos cubiertos por la bóveda arbórea del bosque nocturno, y la luz de la luna hacía estallar las flores blancas por doquier, marcándole otro camino.

“Ven… ven… a través de abismos y océanos… ven… sobre las montañas… por grande que sea la distancia. Ven… a través de la sangre, a través de la noche.”

Se detuvo de pronto ante el canal, donde la luz blanca temblaba sobre la superficie oscura de las aguas, y levantó la mirada hacia el cielo despejado, donde el único ojo de esa diosa paciente y terrible le observaba, y abría sus brazos de bruma blanca hacia él.

“Ven… a través de los lazos que nadie puede romper… ven… ven hasta el alba…”

XXVIII - La larga noche II


La luz fantasmagórica se filtraba desde los altos ventanales. Las sombras de las ramas y las hojas de los Mallorns parecían espectros dibujándose sobre el mármol blanco, proyectadas por la enorme luminaria en la que se había convertido la luna esa noche. Los estantes vacíos asemejaban nichos en aquella penumbra, pequeñas tumbas, cada una de ellas destinada a un sueño, a una esperanza. Iranion los observaba con el semblante desapasionado de quien ha decidido darlo todo por perdido, con el dolor sordo en el corazón tamizando los latidos hasta silenciarlos. “Ya estoy muerto”, pensaba mientras presionaba los dedos contra el cristal frío del vial que sujetaba como si de un rosario se tratase. Lo observó unos instantes al contraluz, el líquido lechoso que guardaba en su interior parecía resplandecer. Cuando volvió los ojos al orbe blanco de la luna, esta pareció devolverle la mirada y observarle atenta cuando abrió el cajón de su escritorio y guardó el vial en la oscuridad de su interior.


Las velas se consumían despacio. No sabía cuanto tiempo había pasado desde que la puerta se cerrase, volviéndole a condenar a la presencia pesada de una soledad que odiaba, pero a él le parecían eternidades. Intentó abstraerse con la lectura, pero pronto el ulular del viento le sustrajo de la concentración, se colaba por el tejado, entre las junturas de la ventana y por debajo de la puerta, y a veces tenía la impresión de que suspiraba, de que intentaba articular sílabas con una voz que moría cuando intentaba escucharla. Caminó de un lado a otro, recitando los poemas que solía recitar con Bheril a media voz, sintiéndose como un niño que canta cuando la oscuridad convierte los rincones de su habitación en las madrigueras de bestias acechantes.

El muchacho empuñó la espada vorpalina,
buscó con mucho ahínco al monstruo manxiqués;
llegado a un árbol Tántum, se apoya y se reclina
pensativo, un buen rato, sin moverse, a sus pies.

La luz de las velas tembló cuando pasó ante ellas. Las había colocado en los rincones, bajo la mesa, sobre los estantes de madera atestados de libros, bañando cada recoveco de su fortaleza como si el círculo de luz dorada que creaban pudiera protegerle de la luminaria que intuía en el cielo más allá del tejado. Cogió la espada que descansaba en su vaina y vio su reflejo al despojarla de ella, pálido y casi traslúcido en el metal pulido e impoluto. Era una de las espadas de Bheril y el olor de los aceites que impregnaban la hoja era también parte del olor de su compañero. Presionó con los dedos sobre el plano de la hoja al apoyar la frente en ella, con el corazón acelerado y un miedo que mordía como el frío de un invierno profundo.

¡Uno y dos! ¡Uno y dos! Y de uno a otro lado
la vorpalina espada corta y taja, tris-tras:
lo atravesó de muerte. Trofeo cercenado,
su cabeza exhibía galofante, al compás.

Empuñó la espada y la sostuvo al voltearse. Trató de imaginarle sentado en la mecedora de madera, mirándole con una sonrisa tranquila mientras recitaba, como una noche cualquiera, a su lado, como cualquier noche. Hendió el aire con el filo, asestó una estocada a la nada que le cercaba, pero aquel ulular seguía colándose, por la ventana, por debajo de la puerta, con las notas nacientes de una nana extraña y familiar.

Era cenora…


Parecía encerrado en una esfera de cristal. La música tenía una extraña reverberación en su cabeza, como si la escuchase a través de paredes de piedra, con los oídos embotados de silencio. La sonrisa de su prometida, Nevena, pasó como un jirón de niebla, había bailado con ella, incluso con su hermana, tenía el perfume de ambas pegado al paladar pero apenas si había visto sus rostros. Era un espectro con el disfraz de un vivo, intentando cruzar aquel salón de ojos atentos y rostros maquillados, dejándose arrastrar por la corriente hasta que esta le detuvo ante lo único que parecía real en aquel salón de baile. Ya tenía el corazón anestesiado, pensó que en su abandono no volvería a dolerle, pero aquellos ojos azules eran una hoja afilada, el aliento que de pronto insuflaba vida a su corazón y lo hacía latir con fuerza, con dolorosa fuerza. No podía flaquear, no podía dejar vencer a aquel espejismo de vida. Estaba muerto, no existía y debía corregir el error que el destino había cometido con él. Tenía que mentirle…”Y qué importa ya, si todo ha sido una mentira.”


Tenía la piel caliente. Tal vez era la fiebre lo único que le ocurría, lo que provocaba el miedo y le hacía delirar, por que era consciente de estar haciéndolo. Solo tenía que aguantar lo suficiente, debatirse para no dormir y quedar atrapado en los sueños que sabía volverían a él, aguantar hasta que Bheril regresara, como fuera. Recordó las lecciones de su compañero e intentó rememorar el sonido de las olas en la playa de Quel’danas, pero los murmullos del viento volvían a solaparse, y las sílabas parecían conjugarse, cada vez más reales, más inteligibles.

A través del tiempo... sin distancia…”

Volvió la mirada a la puerta de madera, permanecía cerrada. Nada podría tocarle si permanecía al otro lado, pero por el quicio parecía moverse una sombra contra el destello plateado de la luz nocturna, como los pies de un visitante que no se atreviera a llamar a la puerta, o aguardase a que alguien la abriera desde el otro lado.

Abre… Respira… Ven. Ven… mírame.”

“Una ensoñación de la fiebre, solo es el viento, no hay nada más.” Se repetía, pero su corazón seguía galopando enloquecido, trepando hasta su garganta hasta que comenzó a costarle respirar. Sus pasos eran medidos mientras intentaba guardar la calma, alejándose de la puerta, se sentó sobre la cama y observó ese juego de luces bajo el quicio. Le temblaban las manos cuando cogió la camisa que reposaba bajo la almohada y la estrujó entre los dedos, contra su pecho, cerrando los ojos y aspirando con fuerza el perfume que aun impregnaba la tela. Tierra mojada y madera, metal, piedra caliente, aceite y resina… el olor de las hojas, de su bosque. Se dejó caer hasta ocultar el rostro en la almohada y engarfiar los dedos bajo esta, presionando contra su rostro cuando las lágrimas acudieron en un acceso desesperado, intentando empujar lejos la garra que le oprimía el pecho. Se aferró a la tela y sollozó en silencio, pidiendo ayuda en medio del bosque que ahora parecía cerrarse sobre él, intentando cobijarle.

. . . 

 - Ya no te necesito… 

- ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? No puedes mentirme, Iranion… a mi no, estoy leyéndolo en tus ojos… tu no has estado mintiéndome hasta ahora. Iré contigo a Ventormenta, donde sea que vayas, no voy a romper nuestro juramento.  

  No te miento, y si es ese estúpido juramento lo que te impide dejarme ir, te libero de él… no significa nada. Nunca ha…

El aire se detuvo en sus pulmones, era incapaz de seguir, cada una de sus palabras era un puñal que su propia mano estaba hundiendo más y más hondo en su propia alma. Odiaba ser tan consciente de ella ahora mismo, le dolía tanto que quería caer de rodillas y llorar, confesarle que le amaba, pero que no podía seguir, que había nacido sucio. Si lo hacía no podría irse, si lo hacía y encontraba sus brazos para sostenerle volvería a engañarse, volvería a creerse vivo. Así que aguantó la mirada de Bheril, que se prendió con una furia que jamás había visto en él, el mundo pareció detenerse y cuando el golpe estalló en su mejilla tan siquiera sintió el dolor. De pronto veía el cielo despejado y la luna observándoles como el inmenso ojo de una deidad paciente. Alguien le ayudó a levantarse, se lo sacudió de encima y cuando intentó buscar a Bheril con la mirada solo vio los velos blancos del vestido de Eldara, interponiéndose entre él y su compañero y protector. 

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El poema que recita Iranion mientras intenta resistirse al delirio es El Jabberwocky, un poema de Lewis Carrol que se encuentra en su obra "Alicia a través del espejo". En nuestros roles nos tomamos la licencia de usar autores reales para enriquecer a nuestros personajes con gustos y preferencias... este poema es significativo para Iranion puesto que solía recitarlo junto con Bheril, como muchos otros ya que comparten una pasión especial por la poesía.

miércoles, 4 de abril de 2012

XXVII - La larga noche I

Aquella tarde las nubes habían comenzado a diluirse después de haber descargado su torrente sobre Ventormenta. Bheril había conseguido convencer a Iranion para salir, le había llevado por las callejuelas del casco antiguo, que serpenteaban creando caminos absurdos y cuyas casas inclinadas a veces se acercaban tanto que tenían que caminar el uno detrás del otro para seguir avanzando por el angosto trazado de adoquines. La lluvia había limpiado la atmósfera de los olores hediondos de la ciudad. En algunos barrios de la zona más vieja era habitual que los humanos lanzasen sus desperdicios a la calzada, y el olor que desprendían esas calles se amalgamaba con el olor de los canales, que antes de las tormentas apestaban como debía hacerlo el mismísimo infierno (o al menos la idea de infierno que tenía Iranion). Bheril ya conocía aquellas calles como la palma de su mano, y esquivaba la zonas que podrían haber hecho a Iranion arrugar la nariz y soltar un comentario desabrido sobre las deficientes costumbres higiénicas de los humanos. Los adoquines de las calles que transitaron estaban limpios, los charcos les devolvían el color anaranjado del cielo cuajado de nubes, que parecía estallar cuando los pisaban con las botas altas. En las callejuelas desiertas, tiraba de la manga de la chaqueta de Iranion para acercarle a si y le pasaba el brazo sobre los hombros, y aunque el gesto parecía el compartido entre dos camaradas y hermanos, la mirada cálida del elfo ardía con un fuego inquieto en el fondo azul de sus iris, de deseos que no pueden expresarse bajo el sol. Llevaban un rato en silencio, mientras Bheril se mordía las ganas por contarle el secreto que llevaba semanas guardándole y un calor esperanzado y agradable le ardía en el pecho, Iranion rompió el silencio liviano con la voz suave y confidente de aquellos que comparten secretos.

- Dentro de poco volveré al taller.

- Has estado trabajando mucho estas noches. ¿Cuándo piensas enseñármelo?-. Bheril frunció el ceño al verle negar con la cabeza. Ya estaba acostumbrado al pudor de su compañero para cierta cosas, y por eso nunca fisgoneaba lo que había debajo de las telas. Lo que le extrañó fue el brillo amargo en su mirada cuando la apartó para volverla hacia los álamos que flanqueaban la calle por la que transitaban.

- No tiene que ver con él. Darle eso sería como echar margaritas a los cerdos… y además, aun no está terminado, por eso no puedes verlo.

Bheril asintió y le estrechó con la mano en su hombro, caminando a su compás. El sol comenzaba a descender y las nubes que aun permanecían hinchadas salpicando el cielo se teñían poco a poco de un morado intenso. No tardó en darse cuenta de que Iranion observaba el cielo, con un velo ensimismado y algo distante en la mirada, ni él mismo debió darse cuenta del estremecimiento del frío en su cuerpo cuando las temperaturas comenzaron a descender. Pero Bheril si.

- Vamos a volver a casa. Esta noche te dejaré tranquilo para que puedas acabar tu obra-. Iranion volvió la mirada hacia él y apretó los labios.

- No es necesario. Trabajo perfectamente contigo en casa… duermes lo suficiente para ponerme las cosas fáciles-. Bheril soltó una risa suave y negó con la cabeza. Cuando le miraba, sabía que sus ojos brillaban demasiado, que había algo inquieto en ellos, y se avergonzaba de que pudiera resultar infantil a los ojos de Iranion, pero no podía evitarlo.

- Tengo que salir de todos modos.

- ¿Asuntos de trabajo?.

Bheril asintió y no añadió nada más. No le gustaba mentirle, pero al mismo tiempo se sentía como un niño travieso, con una ilusión incipiente cosquilleándole en la boca del estómago. No tenía nada que ver con el trabajo, Iranion lo comprendería cuando volviera, y sabía que ese velo melancólico y extraño en su mirada se retiraría cuando le entregase lo que iba a buscar.

Deshicieron el camino de vuelta a la casa de las tejas esmaltadas, y cuando llegaron el sol ya estaba poniéndose tras los edificios al otro lado del canal. La vidriera se había encendido con tonos dorados y azules que resplandecían con los últimos estertores del sol, y aun les permitía ver con claridad en la luz crepuscular. Iranion le ayudó a ajustarse los correajes de la armadura, en silencio, con los gestos tranquilos y cuidadosos, sin darse prisa. Sus miradas se cruzaban y los ojos de Bheril parecían chispear cada vez que encontraban los iris carmesíes de su compañero. Cuando Iranion terminó de ajustarle las hombreras, Bheril agarró sus manos y las estrechó contra la coraza con fuerza, en un arrebato que le diluyó la sonrisa en los labios y le impelió a besarle. Tuvo que soltarlo, e Iranion se apartó como leyendo sus pensamientos, desprendiéndose de sus manos y alejándose para sentarse frente a la vidriera, poniéndole fácil la difícil tarea de marcharse. Se ajustó la espada al cinto y se tiró del broche de la capa, en un intento por aliviar la presión en su garganta. Estaba nervioso, inquieto, y por un momento su determinación flaqueó, y se vio tentado a quedarse, hasta que Iranion habló.

- Me gustaría ver la catedral otra vez… mañana.

- Mañana iremos- asintió Bheril.

- Si, mañana.

El sol pareció salir de nuevo cuando la mirada tranquila de Iranion se fijó en la de Bheril. Estaba sosegado y de sus labios afloró una sonrisa, la primera en semanas, que le hizo despuntar la luz en la mirada. Volvió a sentirse esperanzado y las dudas se disiparon de un plumazo. Cuando volviera, haría que esa sonrisa no se desvaneciera más de su rostro. Las cosas irían a mejor.

Aun le estaba mirando cuando cerró la puerta, y permaneció unos instantes tras ella, mordiéndose los labios y sonriéndole a la nada antes de bajar las escaleras a toda prisa.

Tenía una prenda por recoger en honor a su Señor, y no le cabía duda de que en su nombre era capaz de ganar hasta la más cruenta de las guerras.

Iranion cerró los ojos, y al abrirlos los fijó en la luz agonizante en la vidriera. El sol moría al otro lado, la luna se alzaba. La noche comenzaba.

XXVI - Plegarias de pigmento

Durante muchos días Iranion no salió de la casa de las tejas esmaltadas. Apenas dormía en los interludios solitarios del día, cuando su compañero se deslizaba sigiloso y cerraba la puerta con cuidado, abandonando su reino al silencio más absoluto. Ese hechizo de soledad había comenzado a enraizar un miedo irracional en su propia alma, un temor que le impedía abrir la puerta y convertía ese hogar de madera y cristal en un espacio seguro, en el círculo mágico que le protegía de los terrores que acechaban en el exterior. Allí permanecían sus huellas, el olor a resina, a tierra mojada y al aceite que hacía brillar las hojas del maestro de armas, la presencia firme y envolvente del bosque antiguo donde el pintor se refugiaba de los fantasmas que poblaban sus pesadillas.

Ese hechizo temblaba y estallaba al romperse cuando la puerta volvía a abrirse y los pasos seguros de Bheril arrancaban quejidos a la tarima, se volvía tan frágil como una pompa de jabón cuando la sonrisa franca del elfo traía la luz del exterior a su mundo en penumbra, y aunque el sol cayera, la noche dejaba de resultar amenazante y perturbadora. Bajo las ramas extendidas del roble de cristal, amparadas por el resplandor mortecino de los fanales de Ventormenta, las horas transcurrían tranquilas, el aire se volvía menos pesado, podía respirarlo con ligereza y el mundo dejaba de resultarle un lugar inhóspito.

Era durante estas horas cuando encontraba la fuerza necesaria y todas las razones para avanzar. Deshacía con cuidado el nudo de los brazos poderosos de Bheril alrededor de su cuerpo, y se deslizaba entre las sábanas hasta que sus pies descalzos tocaban la cálida madera del suelo. Encendía una a una las velas que descansaban alrededor del lecho, hasta que este semejaba un altar de sábanas doradas y tiraba de la tela que cubría su lienzo y el secreto rezo que tomaba forma bajo la tela blanca. Durante incontables noches había estado acudiendo a él al amparo de la luz de las velas, y todas las horas que había pasado en la observancia del rostro dormido de su compañero, todos los bocetos que había guardado celosamente, comenzaban a dar su fruto en el lienzo.

Despacio, como crecen los árboles, así iba formándose la imagen en esa ventana a su propio mundo, tan auténtico que no se rebelaba, tan real que no le asustaba. Ese instante que había conseguido capturar, la belleza sublime que brotaba de sus manos cuando hacía acopio de todas sus fuerzas, le devolvería las riendas de su propia vida. Doménico no podría más que postrarse y arrepentirse por haber dudado de él en algún momento, le pediría perdón por haberle menospreciado, por creerle incapaz de superar a las sombras y a los fantasmas de sus lienzos. Así, en el silencio y el arropo del bosque dormido, las últimas pinceladas concluyeron su oración. La luz que titilaba desde esa ventana hecha de pintura se colaba en su propio mundo, sosegaba su alma y le acercaba a la belleza que pretendía capturar, le hacía sentirse menos sucio, menos indigno. Era su ofrenda de pureza a un dios que le había entregado una bendición sin merecerla, la súplica silenciosa por que le transformase si era capaz de entender su belleza, de reproducirla y ensalzarla para convertirla en luz. Era su fe hecha pigmento y claroscuro.

Allí estaba. Durante horas lo observó, el cuerpo dormido, real y cálido, y aquel que descansaba al otro lado, en ese otro mundo. Lo observó en todas sus facetas, hasta que la luz del alba trajo los primeros trinos de los pájaros que despertaban en los tejados. Veló de nuevo esa imagen, con el corazón acelerado en el pecho, y volvió a deslizarse entre las sábanas. Aun dormido, Bheril se removió despacio y le rodeó con los brazos, enredándose como las raíces fuertes del roble en la tierra. Se le agolparon las palabras en la garganta, se anudaron angustiosamente, queriendo derramarse, contradecirse, suplicar, parecían pelear dentro de él, matarse hasta quedar en un angustioso silencio, cuando sus fantasmas parecían poseer sus manos y su gesto, y negándose a rendirse, brotaban de sus caricias trémulas sobre el rostro dormido de su compañero.

- Bheril… - se condensaban en el resuello, en su nombre. Y todo lo que deseaba decirle se diluía en sus ojos, se fundía entre los labios de ambos cuando al despertar, su compañero, su amante, le estrechaba en el abrazo intenso en el que se desperezaba y sus ojos del color de las profundidades oceánicas le observaban al abrirse. Todo lo que había conseguido expresar en el espacio en blanco del lienzo palidecía ante lo que sentía cuando esa luz le tocaba. Todo lo que había conseguido recrear, describir, se quedaba en una sombra cuando el sentido verdadero de la belleza se le revelaba… y aunque se sintiera indigno abría los brazos a ella y bebía de sus frutos con una sed eterna e insaciable, bebía hasta que la culpabilidad se anegaba, hasta que sus dedos eran capaces de aferrarse a la piel y su cuerpo se abandonaba a un amor que no entendía de miedos ni de espejismos.

Era imposible, sencillamente, traducir o entender algo que emana de la divinidad. Era imposible, pero Iranion no cejaría en su empeño, no dejaría de entregar sus ofrendas, no dejaría de observar esa belleza hasta que sus ojos se convirtieran en cenizas. Hasta morir o redimirse. Pues solo muerto dejaría de buscarla.

sábado, 25 de febrero de 2012

XXV - El hogar III

El firmamento había comenzado a teñirse de plata y las ramas antiguas de los árboles se abrían inexorablemente a él. Intentaba encontrar el camino al centro, el sendero formado por hojas de roble y raices gruesas, las ramas que conocía y que le protegían, pero una y otra vez encontraba la tierra salpicada de flores blancas, los velos esquivos que susurraban en las esquinas de un laberinto de arbustos que fueron setos cuidados en algún momento, bóvedas de hierro forjado en las que se enredaban las zarzas, y las magnolias abriéndose a la luz de la luna, empachándole con su fragancia dulzona.

Se quedaba sin aire, en ese jardín solo había perfume, y no quería respirarlo, no quería escuchar los murmullos del viento, la canción de la noche despejada ni quería alzar la mirada al orbe que refulgía en algún punto del firmamento. Sus pasos retrocedían una y otra vez, corría arrancando las ramas de los arbustos cuando se cerraban a su paso, desesperado por huir del camino intrincado en el que solo un sendero pretendía ser válido. No, no lo seguiría, ya lo había negado, lo había condenado bajo una mancha espesa y azulada, lo había maldecido cuando quiso abrirse camino en su lienzo y había luchado hasta la extenuación para no rendirse al agotamiento. Sentía un miedo irracional por cruzar la puerta de la buhardilla, y acabó enredándose en las sábanas aferrado al pincel, hasta que el sueño acabó por vencerle en la espera y le arrojó a aquella opresiva ensoñación.

Cayó de bruces al suelo cuando una raíz retorcida se enroscó en su tobillo. Sus manos se hundieron en la tierra negra y al revolverse para sacarlas descubrió el mármol blanco bajo ella, sucio de un líquido espeso. Se dio cuenta entonces de que aquello que cubría el sendero que pisaba era una amalgama de tierra y sangre, su olor ascendía y se mezclaba con las magnolias, le manchaba las manos y las piernas hasta las rodillas. Parpadeó con fuerza, de rodillas y con la mirada fija en el suelo, sintiendo el peso de la mirada plateada que caía como una losa sobre su espalda... y entonces comenzó a rezar, cerrando los ojos y retorciéndose las manos sucias, comenzó a rezar hasta que las palabras no tuvieron ningún sentido.

Y en algún momento, el calor le besó la frente. Un tacto suave y protector, la presión de unos brazos a su alrededor, levantándole de la tierra, una fuerza que emanaba con serenidad, rodeándole, alejando los susurros, la canción hipnótica, la luz afilada como cuchillas y el peso de la mirada de la luna, cobijándole en su centro. El olor de la tierra mojada le inundó las fosas nasales, convirtió en un mero recuerdo el olor punzante de la sangre y las magnolias. El ramaje se cerró, y su conciencia poco a poco despertó a la realidad. Al entreabrir los ojos, respirando calmadamente, pudo ver con claridad el roble dibujándose, iluminado por el resplandor de los fanales de la calle, extendiendo las ramas en la vidriera de su hogar. Los brazos de Bheril le rodeaban, poderosos y acogedores, ofreciéndole un abrazo tan intenso como cuidadoso. Tenía la cabeza apoyada en uno de ellos, la espalda pegada al pecho del elfo y sentía el roce efímero de sus labios en sus cabellos, el roce de su aliento cuando recitaba en voz baja.

- De entre todos los mundos elijo la imperfección.

Su voz era un murmullo, pero llenaba la habitación. Iranion cerró los ojos, sin moverse, fingiéndose dormido otra vez, mientras esa voz de bosque antiguo tejía su hechizo, respondía a sus rezos con palabras que eran magia.

“Sé que se esconde
Bajo las aristas de estas colinas blancas
Donde mis dedos ahora vuelan
Como pájaros esquivos dibujando tu hombro
Y la curva de tu cuello
Revolotean efímeros y vuelven de nuevo
Incapaces de despegar sus alas de tu piel”

La pesadilla fue alejándose, sus dedos extendidos dejaron de rozarle, la sensación terrible que oprimía su pecho se fue evaporando entre los silabarios que desglosaba su compañero, aun tenía impresa en la retina la imagen iluminada del roble.

“Pájaros que quieren ser culebras
Para serpentear en tu cintura
Que no se conforman con tocarte
Por grande que sea esa bendición.
Porque debajo está el mundo.
El mundo de tus caricias oscuras,
Prisioneras. De tus ojos que no se apagan.
De tus miradas secretas.
De la devoción sagrada, del tormento
Del dolor que te conforma y yo no entiendo
De todos tus defectos”

Y poco a poco, el alivio, la seguridad de haber vuelto al hogar, la convicción de estar donde debía y la calidez que quería brotar en forma de lágrimas y palabras.

“No hay perfección en la forma,
Está en la aceptación del ojo que contempla
Que sabe
Que defectos o virtudes son flores
Irregulares y espontáneas
Que el jardinero fiel siempre cuida
Preservando la fragancia de un amor
Sin nombre. “

Y quiso darle forma, decir su nombre, decirle que le amaba, pero el hechizo le envolvió por completo, y se durmió, sereno, soñándose cobijado entre las raíces del enorme roble, en el bosque que era su hogar.
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El poema está escrito por Hendelie, que es quien "maneja" a Bheril en la actualidad.

XXIV - El hogar II

Había intentado hacer las cosas con la máxima premura, tras haber cumplido con sus obligaciones tuvo que recorrer media ciudad para inscribirse en el torneo que iba a tener lugar en unas semanas, y llegó con el tiempo justo para dar sus datos a los escribas tras haber aguardado en una cola que parecía interminable. Mientras corría de vuelta a casa, con el sol poniéndose sobre los tejados lacados del barrio viejo, le costaba reprimir la sonrisa esperanzada, que a veces le destellaba en la mirada. Casi arrolló a la señora Peterson cuando abrió la puerta de la casa del canal, la mujer le miró sobresaltada un instante, y pareció relajarse cuando Bheril le dedicó una sonrisa ancha, mientras resollaba.

- Vaya prisas, jovencito. ¿Está todo bien?.- Cerró la puerta y le observó con ese aire de preocupación de las abuelas por sus nietos.

- Claro, señora Peterson, es solo que se me ha hecho algo tarde.

La mujer apretó los labios y se acercó a él, poniéndole una mano sobre el brazo. Desde que los hermanos Hojalba vivían en el ático de su casa los había adoptado como si formasen parte de su familia, tal vez por eso parecía algo inquieta, a pesar de la sonrisa del elfo que comenzaba a mirarla extrañado.

- Acompáñame un momento, he estado preparando infusión, creo que tu hermano no se encuentra muy bien, lleva días sin salir.

- No se preocupe… le ocurre a veces, está trabajando en sus cosas.

Intentó que sonara convencido, pero la mujer negó con la cabeza y tiró con suavidad de su brazo, llevándole hacia la cocina. Sobre los fogones de la enorme cocina de hierro hervía un puchero, y la tetera permanecía a un lado, humeando por el largo cuello, la señora Peterson ya había dispuesto la bandeja con las tazas, y dejó la tetera sobre esta antes de tendérsela al elfo.

- Os vendrá bien a los dos, deja que se enfríe un poco y tomadla antes de dormir.

Bheril asintió mientras cogía la bandeja, frunciendo ligeramente el ceño. El vapor que salía de la tetera tenía el penetrante olor amargo de las hierbas medicinales, aunque no se parecía al aroma de las infusiones que la señora Peterson preparaba cuando él estuvo enfermo. Aunque la sonrisa se le había borrado, le dedicó una mirada agradecida y cálida a la mujer, que le tocó las manos cuando sujetó la bandeja para llevársela con un tacto acogedor y una sonrisa melancólica.

- Me gusta que estéis aquí.

- Gracias, señora Peterson.

- No, no me las des. Cuidaos, por favor.

El elfo asintió, observando esa preocupación genuina en la mirada de la mujer, que le encogió el estómago al hacer aflorar la suya propia. La humana le soltó las manos y le hizo un gesto para que se fuera, apremiándole, volviendo a sonreírle con su habitual dulzura. Mientras subía las escaleras, tan rápido como podía con la bandeja entre manos, sintió su corazón acelerársele en el pecho, con una sensación de amarga anticipación.

En la buhardilla, todo estaba en calma, y el alivio vino a apaciguar la punzada dolorosa e inexplicable en su pecho cuando vio a Iranion dormido en la cama junto a la vidriera, enredado entre las sábanas. Dejó la bandeja con la tetera humeante sobre la mesa de madera. Los candiles permanecían encendidos, y algunas velas sobre la mesa de trabajo de Iranion arrojaban luz sobre un espacio de trabajo desordenado. Bheril no pudo más que sentir la inquietud renovada cuando vio la pintura que goteaba desde el lienzo que reposaba sobre el caballete, donde una mancha de pintura azul hacía irreconocible los trazos bajo ella y se escurría en gotas cada vez más lentas hasta el suelo de madera. Iranion era metódico y compulsivo con la limpieza, aquel comportamiento le hizo preguntarse otra vez si tal vez la señora Peterson no tenía razón y su compañero estaba enfermando, por eso al acercarse y sentarse en la cama, a su lado, deslizó una mano hasta su frente y dejó los dedos frescos en ella por si encontraba rastros de fiebre. Iranion dejó escapar un gemido desvaído en cuanto posó las yemas de los dedos sobre su piel, se removió despacio bajo las sábanas y al relajarse su cuerpo fue cuando Bheril se dio cuenta de que el cuerpo del elfo había estado engarrotado y en tensión. Un pincel manchado de azul rodó sobre las sábanas blancas, dejando un rastro de pintura cuando Iranion relajó las manos que mantenía aferradas a él.

Bheril se sacó las botas y tiró de las sábanas con cuidado para tumbarse junto a él, rodeándole con los brazos en un gesto suave para no despertarle. Posó los labios sobre la cabeza de Iranion y fijó los ojos en la vidriera, cuyos colores apenas se distinguían ahora que la noche estaba bien entrada. Le cobijó con cuidado, y dejó que la angustia se fuera diluyendo con la sensación real del cuerpo de su compañero entre los brazos, de estar donde debía y haciendo lo que debía, aunque su parte más racional se revolviese inquieta sin saber cómo actuar, su alma se sosegaba al escuchar la respiración acompasada y tranquila de Iranion, al ser consciente de alguna manera de que en ese momento justo nada le atormentaba.

XXIII - El hogar I

Aun no había caído la noche. Las teselas de la vidriera se encendían con el resplandor rojizo que besaba los tejados de Ventormenta, se apagaban despacio cuando las nubes velaban los rayos del sol que agonizaba y volvían a destellar como si un hechizo las alimentase de nuevo cuando se retiraban en su vaivén. El silencio había caído repentinamente cuando el viento dejó de aullar en los canales, los crujidos de la madera quejándose por la humedad de la lluvia reciente rompían a veces la quietud de la estancia, como si pasos invisibles recorriesen la tarima desgastada.

La humedad le impregnó los dedos cuando los deslizó despacio sobre el cristal fragmentado, se condensó y comenzó a lagrimear, recorriendo el dibujo de las hojas azules y doradas del árbol de cristal. Llevaba horas allí, hecho un ovillo entre las sábanas revueltas, inconsciente del tiempo que seguía transcurriendo en el mundo tras la vidriera. El tacto frío del cristal le ayudaba a mantenerse consciente, mientras hubiera luz al otro lado podría mantenerse despierto, pensar con toda la claridad de la que era capaz.

Quería encontrar las fuerzas para levantarse y volver al taller, Arnaudi había sido expeditivo cuando le echó hacía unos días, no fue por los plazos, ni siquiera por las libertades que siempre se había tomado; es que los pinceles se le rebelaban, es que había reducido a jirones los lienzos pintados, es que descubría miradas, velos, firmamentos que no quería que brotasen, es que se le había agotado la razón y a Arnaudi la paciencia. ¿Qué estaba ocurriendo? Se lo preguntaba a si mismo, al silencio y al cristal frío, y ahogaba la respuesta en el fondo de su alma, no quería verla, no quería aceptar lo que añoraba con tan terrible desesperación. “Este es mi hogar”, se repetía en un continuo mantra, era todo lo que necesitaba, todo lo que anhelaba.

Presionó las yemas de los dedos sobre el cristal, dejando un trazo de humedad condensada y de lágrimas transparentes al dejarlas resbalar. La luz se moría al otro lado, y él apretaba los dientes, con el latido del corazón contenido. No iba a dejarse vencer por la fatiga, por ese peso extraño que le estaba manteniendo anclado, volvería al taller con un trabajo que haría que Arnaudi se postrase de rodillas, él era imprescindible para el maestro, era la clave de su éxito actual, el engranaje que hacía girar al resto, el verdadero maestro. Podía hacerlo, recuperar las riendas sin que nada resultase perjudicado, ni siquiera debía preocupar a Bheril con ello, Doménico le había echado otras veces, y siempre había vuelto, nunca se lo había contado por que realmente no tenía ninguna importancia.

Arrastró consigo las sábanas al levantarse, los pies descalzos arrancaron un quejido a la madera, que pareció gemir cuando caminó sobre la tarima, con el paso cansado de quien arrastra una cadena pesada. Las manos temblorosas se cerraron con fuerza sobre uno de los lienzos apilados, lo colocó sobre el caballete que había estado esperando de pie durante días y días, y se sentó en el taburete, empuñando el carboncillo como si de una daga se tratase, dispuesto a apuñalar su debilidad y a enfrentarse al blanco punzante del vacío en la tela. Los primeros trazos le hicieron destensar la mandíbula, aunque en la penumbra del ocaso apenas pudiera ver, comenzó a trabajar con movimientos que poco a poco se volvieron enérgicos, líneas vaporosas y manchas que daban forma a un bosque de ramas nudosas, un sendero que se hundía en la espesura y un cielo que tomaba forma con el rabioso frotar del carboncillo sobre la extensión blanca. Los pensamientos comenzaron a diluirse como la luz se moría en las calles de la ciudad, abandonándole al estado febril contra el que había estado luchando hasta ahora, hasta que ya no pudo recordar qué arma empuñaba ni por qué lo hacía.