viernes, 24 de agosto de 2012

XXX - La larga noche III


La luna se alzaba como una emperatriz sobre los tejados, rielaba en el agua de los canales, se enseñoreaba de la ciudad dormida, cubriéndola de un aire onírico. Un halo blanco la circundaba como un velo vaporoso. Obligaba a las escasas ánimas que transitaban las calles a alzar la mirada. Hacia tiempo que la ciudad no veía el orbe tan henchido y hasta los gatos que recorrían los tejados del barrio viejo caían bajo su hechizo y permanecían quietos como extrañas gárgolas, observándola.

En la buhardilla de la casa de las tejas esmaltadas la luz dorada de las velas agonizaba. La figura derrotada del elfo descansaba sobre la cama, incluso en su desesperación había intentado mantener el orden, se había aferrado a él, y las sábanas seguían ordenadas, la camisa que con tanto desespero apretaba entre sus dedos estaba plegada bajo la almohada. Sus ojos permanecían entreabiertos, fijos en la vidriera tras la que se encendía una luminaria teñida de azul y dorado a través del cristal teñido, pero no veía el árbol que abría sus ramas y ofrecía sus frutos. Iranion estaba soñando y el viento seguía ululando.

“Ven… Ven a través de la sangre… a través de la noche. Ven…”


Arañó el fondo del cajón, clavando las uñas sobre la superficie de madera. Tironeó hasta sacarlo del hueco del escritorio, murmurando entre dientes con un siseo desesperado. No podía ser, tenía que estar allí, allí lo había dejado y allí no había más que un cajón vacío. Se le aceleró la respiración, tiró del siguiente cajón, tanteó con las manos desnudas en su interior, cada vez más desesperado. Quería terminar, se estaba desangrando a cada latido de su corazón, que había revivido con aquellos ojos azules horadándole. Se había arrancado el alma, o lo que tuviera en su lugar y el hálito de vida que le quedaba se hacía insoportable.

- Tranquilo… - Unas manos blancas detuvieron las suyas. El aliento se paró en su garganta, el aire olía a magnolias. Los dedos largos, marmóreos, rodearon sus manos y las cobijaron. Los brazos gráciles le cercaron en un abrazo maternal. – Sé lo que quieres hacer… sé por qué te sientes así… pero todo va a salir bien, hijo mío. No nos hagas esto… cuando seas libre dejarás de sufrir, los dos dejaremos de sufrir.

Intentó debatirse en esa presa de seda y brazos suaves, pero esa voz era más poderosa que el más férreo de los cepos. Como una tela mojada y pesada se instalaba sobre su consciencia, sobre sus ojos, y sus sentidos se adormecían. El latido de su corazón se acalló, volvió a sentirlo lejano y dormido.

“Ven… ven a través de abismos… por grande que sea la distancia.”

Le temblaban las manos… sus pasos eran vacilantes, hacían crujir la madera bajo sus pies. Su aliento sonaba entrecortado, por encima del murmullo continuo del viento que se colaba por las brechas de la madera, por debajo de la puerta. Allí seguía la sombra, moviéndose inquieta, esperando al otro lado. Parecía arrastrar un tremendo peso con cada paso que daba, hasta que cerró la mano en el pomo de la puerta. Le temblaban los labios, sus ojos febriles miraban al vacío mientras murmuraba.

- No… no…nonono. – Repetía. Desde el otro lado le llegó el eco de un sollozo.

- ¿Por qué quieres dejarme sola?... ¿por qué me dejas sola?.

Cayó de rodillas, aferrándose al pomo de la puerta, sus dedos resbalaron y arañaron la madera mientras negaba, mientras se ahogaba en el sollozo silencioso y los susurros.

- Déjame… déjame… este es mi hogar. Este es mi hogar.

Resbaló hasta el suelo, el frío del mármol lamió las palmas de sus manos, y luego el tacto de la seda familiar, perfumada de magnolias. Ya no olía a tierra mojada, el mundo estaba cubriéndose de una niebla densa, blanca y resplandeciente, preñada del olor dulzón de las flores blancas. Los brazos delicados volvieron a rodearle.

- Lo has hecho… ¿y ahora me abandonas?. Lo has hecho, le has matado.

- No, no. NO. – Repetía, arañando la madera, intentando anclarse. No podía quedarse ahí, a sus pies, no podía caer de nuevo, pero tampoco podía huir… si abandonaba el bosque, si lo hacía estaría perdido.

La tierra estaba húmeda bajo sus rodillas. Estaba manchándole el traje blanco y dorado del baile. No le importaba, ya no había mármol frío, si se volvía, no le vería tendido en el suelo, pero la tierra olía a vino y a sangre, y el aire a magnolias. Se revolvió y se deshizo de la presa de su madre, la golpeó en el rostro con el reverso de la mano para desembarazarse de ella y al ponerse en pie echó a correr.

Abrió con tanto ímpetu la puerta que el batiente chocó contra la pared y volvió a cerrarse, dejando la buhardilla en la oscuridad fragmentada por la luz teñida de la luna. Descendió las escaleras sin ver por donde iba, con los ojos abiertos y las pupilas contraídas, huyendo en la dirección equivocada.

Si corría lo suficiente, si se internaba por los senderos más oscuros, acabaría llegando al corazón del bosque… tenía que encontrarlo, tenía que ponerse a salvo bajo el ramaje del roble, a salvo de la luz de la luna que bañaba el mundo a raudales. Giró por los recovecos, corrió a través de los senderos, pero no encontraba los caminos cubiertos por la bóveda arbórea del bosque nocturno, y la luz de la luna hacía estallar las flores blancas por doquier, marcándole otro camino.

“Ven… ven… a través de abismos y océanos… ven… sobre las montañas… por grande que sea la distancia. Ven… a través de la sangre, a través de la noche.”

Se detuvo de pronto ante el canal, donde la luz blanca temblaba sobre la superficie oscura de las aguas, y levantó la mirada hacia el cielo despejado, donde el único ojo de esa diosa paciente y terrible le observaba, y abría sus brazos de bruma blanca hacia él.

“Ven… a través de los lazos que nadie puede romper… ven… ven hasta el alba…”

XXVIII - La larga noche II


La luz fantasmagórica se filtraba desde los altos ventanales. Las sombras de las ramas y las hojas de los Mallorns parecían espectros dibujándose sobre el mármol blanco, proyectadas por la enorme luminaria en la que se había convertido la luna esa noche. Los estantes vacíos asemejaban nichos en aquella penumbra, pequeñas tumbas, cada una de ellas destinada a un sueño, a una esperanza. Iranion los observaba con el semblante desapasionado de quien ha decidido darlo todo por perdido, con el dolor sordo en el corazón tamizando los latidos hasta silenciarlos. “Ya estoy muerto”, pensaba mientras presionaba los dedos contra el cristal frío del vial que sujetaba como si de un rosario se tratase. Lo observó unos instantes al contraluz, el líquido lechoso que guardaba en su interior parecía resplandecer. Cuando volvió los ojos al orbe blanco de la luna, esta pareció devolverle la mirada y observarle atenta cuando abrió el cajón de su escritorio y guardó el vial en la oscuridad de su interior.


Las velas se consumían despacio. No sabía cuanto tiempo había pasado desde que la puerta se cerrase, volviéndole a condenar a la presencia pesada de una soledad que odiaba, pero a él le parecían eternidades. Intentó abstraerse con la lectura, pero pronto el ulular del viento le sustrajo de la concentración, se colaba por el tejado, entre las junturas de la ventana y por debajo de la puerta, y a veces tenía la impresión de que suspiraba, de que intentaba articular sílabas con una voz que moría cuando intentaba escucharla. Caminó de un lado a otro, recitando los poemas que solía recitar con Bheril a media voz, sintiéndose como un niño que canta cuando la oscuridad convierte los rincones de su habitación en las madrigueras de bestias acechantes.

El muchacho empuñó la espada vorpalina,
buscó con mucho ahínco al monstruo manxiqués;
llegado a un árbol Tántum, se apoya y se reclina
pensativo, un buen rato, sin moverse, a sus pies.

La luz de las velas tembló cuando pasó ante ellas. Las había colocado en los rincones, bajo la mesa, sobre los estantes de madera atestados de libros, bañando cada recoveco de su fortaleza como si el círculo de luz dorada que creaban pudiera protegerle de la luminaria que intuía en el cielo más allá del tejado. Cogió la espada que descansaba en su vaina y vio su reflejo al despojarla de ella, pálido y casi traslúcido en el metal pulido e impoluto. Era una de las espadas de Bheril y el olor de los aceites que impregnaban la hoja era también parte del olor de su compañero. Presionó con los dedos sobre el plano de la hoja al apoyar la frente en ella, con el corazón acelerado y un miedo que mordía como el frío de un invierno profundo.

¡Uno y dos! ¡Uno y dos! Y de uno a otro lado
la vorpalina espada corta y taja, tris-tras:
lo atravesó de muerte. Trofeo cercenado,
su cabeza exhibía galofante, al compás.

Empuñó la espada y la sostuvo al voltearse. Trató de imaginarle sentado en la mecedora de madera, mirándole con una sonrisa tranquila mientras recitaba, como una noche cualquiera, a su lado, como cualquier noche. Hendió el aire con el filo, asestó una estocada a la nada que le cercaba, pero aquel ulular seguía colándose, por la ventana, por debajo de la puerta, con las notas nacientes de una nana extraña y familiar.

Era cenora…


Parecía encerrado en una esfera de cristal. La música tenía una extraña reverberación en su cabeza, como si la escuchase a través de paredes de piedra, con los oídos embotados de silencio. La sonrisa de su prometida, Nevena, pasó como un jirón de niebla, había bailado con ella, incluso con su hermana, tenía el perfume de ambas pegado al paladar pero apenas si había visto sus rostros. Era un espectro con el disfraz de un vivo, intentando cruzar aquel salón de ojos atentos y rostros maquillados, dejándose arrastrar por la corriente hasta que esta le detuvo ante lo único que parecía real en aquel salón de baile. Ya tenía el corazón anestesiado, pensó que en su abandono no volvería a dolerle, pero aquellos ojos azules eran una hoja afilada, el aliento que de pronto insuflaba vida a su corazón y lo hacía latir con fuerza, con dolorosa fuerza. No podía flaquear, no podía dejar vencer a aquel espejismo de vida. Estaba muerto, no existía y debía corregir el error que el destino había cometido con él. Tenía que mentirle…”Y qué importa ya, si todo ha sido una mentira.”


Tenía la piel caliente. Tal vez era la fiebre lo único que le ocurría, lo que provocaba el miedo y le hacía delirar, por que era consciente de estar haciéndolo. Solo tenía que aguantar lo suficiente, debatirse para no dormir y quedar atrapado en los sueños que sabía volverían a él, aguantar hasta que Bheril regresara, como fuera. Recordó las lecciones de su compañero e intentó rememorar el sonido de las olas en la playa de Quel’danas, pero los murmullos del viento volvían a solaparse, y las sílabas parecían conjugarse, cada vez más reales, más inteligibles.

A través del tiempo... sin distancia…”

Volvió la mirada a la puerta de madera, permanecía cerrada. Nada podría tocarle si permanecía al otro lado, pero por el quicio parecía moverse una sombra contra el destello plateado de la luz nocturna, como los pies de un visitante que no se atreviera a llamar a la puerta, o aguardase a que alguien la abriera desde el otro lado.

Abre… Respira… Ven. Ven… mírame.”

“Una ensoñación de la fiebre, solo es el viento, no hay nada más.” Se repetía, pero su corazón seguía galopando enloquecido, trepando hasta su garganta hasta que comenzó a costarle respirar. Sus pasos eran medidos mientras intentaba guardar la calma, alejándose de la puerta, se sentó sobre la cama y observó ese juego de luces bajo el quicio. Le temblaban las manos cuando cogió la camisa que reposaba bajo la almohada y la estrujó entre los dedos, contra su pecho, cerrando los ojos y aspirando con fuerza el perfume que aun impregnaba la tela. Tierra mojada y madera, metal, piedra caliente, aceite y resina… el olor de las hojas, de su bosque. Se dejó caer hasta ocultar el rostro en la almohada y engarfiar los dedos bajo esta, presionando contra su rostro cuando las lágrimas acudieron en un acceso desesperado, intentando empujar lejos la garra que le oprimía el pecho. Se aferró a la tela y sollozó en silencio, pidiendo ayuda en medio del bosque que ahora parecía cerrarse sobre él, intentando cobijarle.

. . . 

 - Ya no te necesito… 

- ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? No puedes mentirme, Iranion… a mi no, estoy leyéndolo en tus ojos… tu no has estado mintiéndome hasta ahora. Iré contigo a Ventormenta, donde sea que vayas, no voy a romper nuestro juramento.  

  No te miento, y si es ese estúpido juramento lo que te impide dejarme ir, te libero de él… no significa nada. Nunca ha…

El aire se detuvo en sus pulmones, era incapaz de seguir, cada una de sus palabras era un puñal que su propia mano estaba hundiendo más y más hondo en su propia alma. Odiaba ser tan consciente de ella ahora mismo, le dolía tanto que quería caer de rodillas y llorar, confesarle que le amaba, pero que no podía seguir, que había nacido sucio. Si lo hacía no podría irse, si lo hacía y encontraba sus brazos para sostenerle volvería a engañarse, volvería a creerse vivo. Así que aguantó la mirada de Bheril, que se prendió con una furia que jamás había visto en él, el mundo pareció detenerse y cuando el golpe estalló en su mejilla tan siquiera sintió el dolor. De pronto veía el cielo despejado y la luna observándoles como el inmenso ojo de una deidad paciente. Alguien le ayudó a levantarse, se lo sacudió de encima y cuando intentó buscar a Bheril con la mirada solo vio los velos blancos del vestido de Eldara, interponiéndose entre él y su compañero y protector. 

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El poema que recita Iranion mientras intenta resistirse al delirio es El Jabberwocky, un poema de Lewis Carrol que se encuentra en su obra "Alicia a través del espejo". En nuestros roles nos tomamos la licencia de usar autores reales para enriquecer a nuestros personajes con gustos y preferencias... este poema es significativo para Iranion puesto que solía recitarlo junto con Bheril, como muchos otros ya que comparten una pasión especial por la poesía.