miércoles, 4 de abril de 2012

XXVII - La larga noche I

Aquella tarde las nubes habían comenzado a diluirse después de haber descargado su torrente sobre Ventormenta. Bheril había conseguido convencer a Iranion para salir, le había llevado por las callejuelas del casco antiguo, que serpenteaban creando caminos absurdos y cuyas casas inclinadas a veces se acercaban tanto que tenían que caminar el uno detrás del otro para seguir avanzando por el angosto trazado de adoquines. La lluvia había limpiado la atmósfera de los olores hediondos de la ciudad. En algunos barrios de la zona más vieja era habitual que los humanos lanzasen sus desperdicios a la calzada, y el olor que desprendían esas calles se amalgamaba con el olor de los canales, que antes de las tormentas apestaban como debía hacerlo el mismísimo infierno (o al menos la idea de infierno que tenía Iranion). Bheril ya conocía aquellas calles como la palma de su mano, y esquivaba la zonas que podrían haber hecho a Iranion arrugar la nariz y soltar un comentario desabrido sobre las deficientes costumbres higiénicas de los humanos. Los adoquines de las calles que transitaron estaban limpios, los charcos les devolvían el color anaranjado del cielo cuajado de nubes, que parecía estallar cuando los pisaban con las botas altas. En las callejuelas desiertas, tiraba de la manga de la chaqueta de Iranion para acercarle a si y le pasaba el brazo sobre los hombros, y aunque el gesto parecía el compartido entre dos camaradas y hermanos, la mirada cálida del elfo ardía con un fuego inquieto en el fondo azul de sus iris, de deseos que no pueden expresarse bajo el sol. Llevaban un rato en silencio, mientras Bheril se mordía las ganas por contarle el secreto que llevaba semanas guardándole y un calor esperanzado y agradable le ardía en el pecho, Iranion rompió el silencio liviano con la voz suave y confidente de aquellos que comparten secretos.

- Dentro de poco volveré al taller.

- Has estado trabajando mucho estas noches. ¿Cuándo piensas enseñármelo?-. Bheril frunció el ceño al verle negar con la cabeza. Ya estaba acostumbrado al pudor de su compañero para cierta cosas, y por eso nunca fisgoneaba lo que había debajo de las telas. Lo que le extrañó fue el brillo amargo en su mirada cuando la apartó para volverla hacia los álamos que flanqueaban la calle por la que transitaban.

- No tiene que ver con él. Darle eso sería como echar margaritas a los cerdos… y además, aun no está terminado, por eso no puedes verlo.

Bheril asintió y le estrechó con la mano en su hombro, caminando a su compás. El sol comenzaba a descender y las nubes que aun permanecían hinchadas salpicando el cielo se teñían poco a poco de un morado intenso. No tardó en darse cuenta de que Iranion observaba el cielo, con un velo ensimismado y algo distante en la mirada, ni él mismo debió darse cuenta del estremecimiento del frío en su cuerpo cuando las temperaturas comenzaron a descender. Pero Bheril si.

- Vamos a volver a casa. Esta noche te dejaré tranquilo para que puedas acabar tu obra-. Iranion volvió la mirada hacia él y apretó los labios.

- No es necesario. Trabajo perfectamente contigo en casa… duermes lo suficiente para ponerme las cosas fáciles-. Bheril soltó una risa suave y negó con la cabeza. Cuando le miraba, sabía que sus ojos brillaban demasiado, que había algo inquieto en ellos, y se avergonzaba de que pudiera resultar infantil a los ojos de Iranion, pero no podía evitarlo.

- Tengo que salir de todos modos.

- ¿Asuntos de trabajo?.

Bheril asintió y no añadió nada más. No le gustaba mentirle, pero al mismo tiempo se sentía como un niño travieso, con una ilusión incipiente cosquilleándole en la boca del estómago. No tenía nada que ver con el trabajo, Iranion lo comprendería cuando volviera, y sabía que ese velo melancólico y extraño en su mirada se retiraría cuando le entregase lo que iba a buscar.

Deshicieron el camino de vuelta a la casa de las tejas esmaltadas, y cuando llegaron el sol ya estaba poniéndose tras los edificios al otro lado del canal. La vidriera se había encendido con tonos dorados y azules que resplandecían con los últimos estertores del sol, y aun les permitía ver con claridad en la luz crepuscular. Iranion le ayudó a ajustarse los correajes de la armadura, en silencio, con los gestos tranquilos y cuidadosos, sin darse prisa. Sus miradas se cruzaban y los ojos de Bheril parecían chispear cada vez que encontraban los iris carmesíes de su compañero. Cuando Iranion terminó de ajustarle las hombreras, Bheril agarró sus manos y las estrechó contra la coraza con fuerza, en un arrebato que le diluyó la sonrisa en los labios y le impelió a besarle. Tuvo que soltarlo, e Iranion se apartó como leyendo sus pensamientos, desprendiéndose de sus manos y alejándose para sentarse frente a la vidriera, poniéndole fácil la difícil tarea de marcharse. Se ajustó la espada al cinto y se tiró del broche de la capa, en un intento por aliviar la presión en su garganta. Estaba nervioso, inquieto, y por un momento su determinación flaqueó, y se vio tentado a quedarse, hasta que Iranion habló.

- Me gustaría ver la catedral otra vez… mañana.

- Mañana iremos- asintió Bheril.

- Si, mañana.

El sol pareció salir de nuevo cuando la mirada tranquila de Iranion se fijó en la de Bheril. Estaba sosegado y de sus labios afloró una sonrisa, la primera en semanas, que le hizo despuntar la luz en la mirada. Volvió a sentirse esperanzado y las dudas se disiparon de un plumazo. Cuando volviera, haría que esa sonrisa no se desvaneciera más de su rostro. Las cosas irían a mejor.

Aun le estaba mirando cuando cerró la puerta, y permaneció unos instantes tras ella, mordiéndose los labios y sonriéndole a la nada antes de bajar las escaleras a toda prisa.

Tenía una prenda por recoger en honor a su Señor, y no le cabía duda de que en su nombre era capaz de ganar hasta la más cruenta de las guerras.

Iranion cerró los ojos, y al abrirlos los fijó en la luz agonizante en la vidriera. El sol moría al otro lado, la luna se alzaba. La noche comenzaba.

XXVI - Plegarias de pigmento

Durante muchos días Iranion no salió de la casa de las tejas esmaltadas. Apenas dormía en los interludios solitarios del día, cuando su compañero se deslizaba sigiloso y cerraba la puerta con cuidado, abandonando su reino al silencio más absoluto. Ese hechizo de soledad había comenzado a enraizar un miedo irracional en su propia alma, un temor que le impedía abrir la puerta y convertía ese hogar de madera y cristal en un espacio seguro, en el círculo mágico que le protegía de los terrores que acechaban en el exterior. Allí permanecían sus huellas, el olor a resina, a tierra mojada y al aceite que hacía brillar las hojas del maestro de armas, la presencia firme y envolvente del bosque antiguo donde el pintor se refugiaba de los fantasmas que poblaban sus pesadillas.

Ese hechizo temblaba y estallaba al romperse cuando la puerta volvía a abrirse y los pasos seguros de Bheril arrancaban quejidos a la tarima, se volvía tan frágil como una pompa de jabón cuando la sonrisa franca del elfo traía la luz del exterior a su mundo en penumbra, y aunque el sol cayera, la noche dejaba de resultar amenazante y perturbadora. Bajo las ramas extendidas del roble de cristal, amparadas por el resplandor mortecino de los fanales de Ventormenta, las horas transcurrían tranquilas, el aire se volvía menos pesado, podía respirarlo con ligereza y el mundo dejaba de resultarle un lugar inhóspito.

Era durante estas horas cuando encontraba la fuerza necesaria y todas las razones para avanzar. Deshacía con cuidado el nudo de los brazos poderosos de Bheril alrededor de su cuerpo, y se deslizaba entre las sábanas hasta que sus pies descalzos tocaban la cálida madera del suelo. Encendía una a una las velas que descansaban alrededor del lecho, hasta que este semejaba un altar de sábanas doradas y tiraba de la tela que cubría su lienzo y el secreto rezo que tomaba forma bajo la tela blanca. Durante incontables noches había estado acudiendo a él al amparo de la luz de las velas, y todas las horas que había pasado en la observancia del rostro dormido de su compañero, todos los bocetos que había guardado celosamente, comenzaban a dar su fruto en el lienzo.

Despacio, como crecen los árboles, así iba formándose la imagen en esa ventana a su propio mundo, tan auténtico que no se rebelaba, tan real que no le asustaba. Ese instante que había conseguido capturar, la belleza sublime que brotaba de sus manos cuando hacía acopio de todas sus fuerzas, le devolvería las riendas de su propia vida. Doménico no podría más que postrarse y arrepentirse por haber dudado de él en algún momento, le pediría perdón por haberle menospreciado, por creerle incapaz de superar a las sombras y a los fantasmas de sus lienzos. Así, en el silencio y el arropo del bosque dormido, las últimas pinceladas concluyeron su oración. La luz que titilaba desde esa ventana hecha de pintura se colaba en su propio mundo, sosegaba su alma y le acercaba a la belleza que pretendía capturar, le hacía sentirse menos sucio, menos indigno. Era su ofrenda de pureza a un dios que le había entregado una bendición sin merecerla, la súplica silenciosa por que le transformase si era capaz de entender su belleza, de reproducirla y ensalzarla para convertirla en luz. Era su fe hecha pigmento y claroscuro.

Allí estaba. Durante horas lo observó, el cuerpo dormido, real y cálido, y aquel que descansaba al otro lado, en ese otro mundo. Lo observó en todas sus facetas, hasta que la luz del alba trajo los primeros trinos de los pájaros que despertaban en los tejados. Veló de nuevo esa imagen, con el corazón acelerado en el pecho, y volvió a deslizarse entre las sábanas. Aun dormido, Bheril se removió despacio y le rodeó con los brazos, enredándose como las raíces fuertes del roble en la tierra. Se le agolparon las palabras en la garganta, se anudaron angustiosamente, queriendo derramarse, contradecirse, suplicar, parecían pelear dentro de él, matarse hasta quedar en un angustioso silencio, cuando sus fantasmas parecían poseer sus manos y su gesto, y negándose a rendirse, brotaban de sus caricias trémulas sobre el rostro dormido de su compañero.

- Bheril… - se condensaban en el resuello, en su nombre. Y todo lo que deseaba decirle se diluía en sus ojos, se fundía entre los labios de ambos cuando al despertar, su compañero, su amante, le estrechaba en el abrazo intenso en el que se desperezaba y sus ojos del color de las profundidades oceánicas le observaban al abrirse. Todo lo que había conseguido expresar en el espacio en blanco del lienzo palidecía ante lo que sentía cuando esa luz le tocaba. Todo lo que había conseguido recrear, describir, se quedaba en una sombra cuando el sentido verdadero de la belleza se le revelaba… y aunque se sintiera indigno abría los brazos a ella y bebía de sus frutos con una sed eterna e insaciable, bebía hasta que la culpabilidad se anegaba, hasta que sus dedos eran capaces de aferrarse a la piel y su cuerpo se abandonaba a un amor que no entendía de miedos ni de espejismos.

Era imposible, sencillamente, traducir o entender algo que emana de la divinidad. Era imposible, pero Iranion no cejaría en su empeño, no dejaría de entregar sus ofrendas, no dejaría de observar esa belleza hasta que sus ojos se convirtieran en cenizas. Hasta morir o redimirse. Pues solo muerto dejaría de buscarla.