martes, 15 de noviembre de 2011

XXII - Noches de Luna Blanca II

Cuando al fin cruzó el umbral, Bheril se encontraba de pie tras la puerta, con el ceño ligeramente fruncido y una expresión de serena preocupación. Se estaba anudando la capa al cuello y prácticamente se la arrancó cuando Iranion apareció y cerró la puerta, apoyándose en ella. La capucha le ensombrecía el rostro, el gris perla del tejido lucía oscuro sobre los hombros y la cabeza, empapado por la lluvia que había comenzado a caer con fuerza instantes atrás y los mechones blancos del cabello se le pegaban sobre el pecho, enredados. Le escuchó inspirar con fuerza y reprimió el gesto repentino con el que se estaba acercando a él, como si intuyera que cualquier movimiento brusco fuera a asustarle.

-Iba a salir a buscarte.

- Me he… entretenido. – Se esforzó en controlar su voz, evitando que la garra en su garganta la hiciera temblar. Tomó aire de nuevo, y el olor de tierra húmeda y tintes metálicos le alcanzó como una caricia, permitiéndole respirar con más facilidad. Quiso levantar las manos para apartarse la capucha del rostro pero reprimió el gesto, temeroso de que Bheril le viera.- No sabía la hora que era.

- No importa, has vuelto más tarde otros días. ¿Estás bien?.- Se había acercado, y se asomó bajo la capucha del elfo para intentar atisbar su expresión. Iranion fijó su mirada en esos océanos de tinta que eran los ojos de Bheril, sintió deseos de dejarse caer, de suplicarle que le agarrase y también de huir, de esconderse. Pero no hizo nada de eso, solo le miró, intentando mantenerse frío, racional y cuerdo. - ¿Iranion?

- Estoy bien. – Mintió y se sorprendió tensándose cuando Bheril acercó las manos a su rostro para quitarle la capucha. Parpadeó, la tensión se dibujó en su mandíbula cuando alzó el mentón en un intento por subrayar su afirmación.- He tenido que rascar parte de los frescos por que los aprendices han cometido un par de errores.

Bheril frunció más el ceño. Sintió sus dedos rozarle el cabello cuando volvió a alzar la mano, la otra la había apoyado en la puerta. Cuando Iranion quiso darse cuenta estaba demasiado cerca, podía notar el calor de su brazo al lado de su hombro, el perfume de su aliento y el olor que desprendían sus cabellos. Cerró un instante los ojos, imaginando la tierra mojada bajo sus pies, oscura, cubierta de un manto de hojas doradas, el bosque susurrando, protector, a su alrededor.

- Te has manchado.

Iranion asintió, sintiendo como el cepo se cerraba de nuevo en su garganta. Bheril deslizó el pulgar sobre su mejilla, intentando limpiar el surco carmesí de una gota de pintura. Lo hizo despacio, con delicadeza, mirándole a los ojos que cerraba con esa tensión contenida que tan bien conocía. Iranion levantó las manos, le intentó empujar, pero la fuerza murió en la punta de sus dedos, se cerraron sobre la tela de su jubón, temblorosos. Quería decirle que le asiera, quería decirle que siguiera tocándole, que siguiera hablándole, quería decirle tantas cosas que morían en su garganta que cuando consiguió articular palabra se sintió un embustero… y un loco capaz de sentir deseos tan opuestos.

- No me… no me toques, por favor. – Murmuró apenas. Y al abrir los ojos y parpadear soltó el jubón de Bheril, mirándose las manos sucias y aplastándose contra la puerta al intentar apartarse. – Te he manchado…

- No es más que pintura seca. – No se apartó, aunque dejó de tocarle, bajando la mirada a las manos de Iranion, que se apresuró en esconder. – No me has manchado, y si así fuera me daría igual. No has tenido un buen día.

Su voz sonaba suave, como el abrazo cálido del terciopelo. Apenas era un murmullo, la música delicada que se llevaba el miedo y la angustia. Iranion consiguió relajarse un ápice, en su mirada carmesí comenzó a diluirse la dureza y el frio de ese hielo falso con el que se cubría. Bheril seguía mirándole, en silencio, sin presionarle, sin intentar asediarle, con un poso de preocupación en los iris de azul profundo.

- Ya estás en casa.

Se apartó con suavidad y se inclinó, señalándole con un ademán tranquilo la mecedora en la que él solía sentarse a leer. Iranion tragó saliva y se despegó de la puerta, alzando la barbilla y caminando con su porte orgulloso y decidido. Cuando se sentó, Bheril desapareció tras la puerta del cuarto de baño. Por un momento sintió el impulso de levantarse e ir en su búsqueda, cuando la luz suave de las velas parpadeó, pero cerró los ojos y aspiró el aroma que reinaba en el ambiente, cerrando los dedos sobre sus propias rodillas. Cuando volvió a aparecer lo hizo con la jofaina repleta de agua humeante entre manos, se había soltado el pelo y los bucles de la melena le caían sobre el jubón. Iranion le observó, con una sensación cálida y espesa derramándose en su pecho, si cuando Bheril se arrodilló ante él y le tomó las manos para lavarlas con el lienzo húmedo y caliente se quedó sin respiración, no fue por el alambre de espino que instantes atrás le había rodeado el corazón y los pulmones, la mirada de Bheril y el tacto de sus manos lo estaban pulverizando.

- Hoy he estado en el barrio de los escribas. – Sonrió, mirándole mientras deslizaba el lienzo entre sus dedos, juntando sus manos entre sus manos anchas, grandes y protectoras.- Resulta que hay unos señores que escriben poemas por encargo. Sé que hay gente con poca imaginación pero… ¿Cómo vas a enviarle a tu prometida poemas de amor que no has escrito tu?... es absurdo, y muy poco sinc…

Bheril parpadeó y le miró con un gesto de sorpresa cuando le quitó el lienzo de entre las manos y colocó sus dedos sobre sus labios. El alivio se dibujó en su expresión cuando cerró los ojos un instante, antes de que Iranion se inclinase y enlazara sus manos con fuerza con las de él. Cuando volvió a abrir los ojos vio la expresión atribulada de Iranion, sabía que quería decirle algo, y también sabía que no lo diría… y como siempre dejó que su corazón le impulsase, incorporándose a medias para cerrar las manos en los cabellos blancos de su compañero y entregarle lo que sentía necesitaba.

En el beso profundo, entre los dedos largos y fuertes, mientras el agua cálida que era su tacto le limpiaba, Iranion sintió como si un bosque antiguo se cerrase sobre él, le cobijase en su corazón sereno y le arropase entre las ramas de un roble, velándole por completo la luz blanca que murmuraba, cerrándole el paso a los llantos y las súplicas, a los cantos y al revoloteo de las plumas blancas y los pasos descalzos.

Había conseguido volver a casa.

lunes, 14 de noviembre de 2011

XXI - Noches de luna blanca I

El goteo de la pintura sobre su rostro le hizo parpadear. El rostro incompleto de un ángel de temple le observaba con un brillo burlón en la mirada, pareció parpadear un instante cuando el resplandor suave de las velas titiló como si hubiera sido rozado por una brisa leve. Iranion se quedó mirando un instante los ojos profundos que le miraban desde ese otro mundo, tendido sobre la madera del andamio. Unos metros más abajo, en la nave central de la catedral, la oscuridad había ido avanzando paulatinamente hasta adueñarse de los rincones a los que no llegaban las luces de las velas. A pesar de la quietud y de las horas que habían pasado desde el último oficio, ascendía hasta la cúpula el murmullo apagado de una plegaría. El elfo se deslizó sobre la madera y se puso de pie sobre los tablones del siguiente nivel, donde los botes de pinceles y los saquitos de pigmentos se disponían ordenados, se sujetó a los tablones de los que acaba de bajar cuando se le nubló la visión y tomó aire despacio, dándose tiempo para acostumbrarse a la verticalidad. Su noción del tiempo se distorsionaba cuando se entregaba al arte, había pasado demasiadas horas tumbado, con la mirada fija en las bóvedas que poco a poco iban cubriéndose de cielos diáfanos y figuras aladas. Fue al cerrar los ojos cuando se volvió consciente de ese murmullo que había estado acompañándole, como el clamor de un río subterráneo o el zumbido familiar de las lámparas de maná que parece hacerse más evidente cuando estas son apagadas.

Se le anudó la inquietud en la garganta, sin darse cuenta había cerrado las manos en la madera, tan fuerte que las astillas le hicieron abrir los ojos al clavarse en su piel. Dejó de respirar, alzando la mirada a las bóvedas. La luz de las velas volvió a temblar, y esta vez si notó la caricia de la brisa fresca, rozándole el pelo y provocándole un estremecimiento. En el cielo de la bóveda parecían encenderse las estrellas, una a una, iluminando el azul profundo en el que flotaban. Algo se movió en el límite de su visión, un jirón de niebla y seda, y un suspiro provocó ecos en la oscuridad de la nave. El murmullo había cesado, pero en el silencio espeso y pesado podía escuchar el sonido claro de unos pasos, el roce de las telas al arrastrarse por el suelo. No estaba solo, hacía mucho que no lo estaba… ¿Cuándo lo estaba?.

- ¿Por qué no respondes…?- La voz apagada se elevó, se ahogó en un eco difuso entre las nervaduras de la bóveda. Iranion se sintió ahogarse, intentó mantenerse agarrado, como si soltarse le fuera a precipitar hacia el suelo, metros más abajo.

Pareció encenderse la luz tras las vidrieras, el orbe blanco y resplandeciente de la luna desplegaba su presencia, tiñéndose de azules profundos y púrpuras al derramarse desde las altas ventanas, deformando sus dibujos al ser proyectados hacia el mármol blanco del suelo. Y las estrellas seguían encendidas en un cielo que él mismo había pintado de sol radiante.

- Duerme… Deja que te cobije. ¿Por qué nos haces esto?. Este es tu hogar…

Conocía esa letanía. El eco ascendió de nuevo, primero como un lamento, y luego con las notas cristalinas de un canto triste y cargado de dolor. Sus dedos se soltaron uno a uno de la madera, cayó de rodillas sobre los tablones, temblando de contención, apretando los dientes en un intento vano por devolverse el raciocinio. Se oía a si mismo repetirse que estaba soñando, que nada era real, en murmullos atropellados y ahogados, y de pronto repetir el cántico extraño, colándose entre sus palabras, insuflándole aliento en los pulmones y el perfume intenso de las magnolias y la magia.

- Ven… ven… a través de abismos y océanos… ven… sobre las montañas… por grande que sea la distancia. Ven… a través de la sangre, a través de la noche.

La estructura tembló cuando se agarró de la escalinata de madera y comenzó a descender, con el corazón martilleándole en las sienes y una necesidad imperiosa de salir al exterior. Cuando sus pies tocaron el suelo, de nuevo un revoloteo de seda blanca se produjo en los límites de su visión, y la brisa fría le rozó los cabellos y le erizó la piel. Sus ojos escrutaban la penumbra salpicada de luna, buscando el destello plateado de otra mirada. Escuchó los pasos de los pies descalzos y un revoloteo de plumas blancas que escapan hacia el enorme pórtico.

- Ven… a través de los lazos que nadie puede romper… ven… ven hasta el alba…

Sus pasos resonaron, apresurados, repiqueteando sobre el mármol. Se estrelló contra el inmenso portón de madera, empujando con los antebrazos para abrir aquella barrera pesada que le separaba del exterior, de la noche y de la luz argenta, del aire que necesitaba respirar.

- …hasta el alba…

Algo se cerró en sus brazos como dos mandíbulas fuertes, tiraron de él y le estrellaron contra la madera. El dolor le mordió la espalda, se arremolinó como una nube de puntos de colores ante su mirada, sintió nauseas y la repentina debilidad del desmayo. Abrió los ojos todo lo que los párpados le permitieron y entre la bruma de destellos de colores el rostro anguloso y de ceño fruncido del guarda de noche le observaba con los dientes apretados y un brillo alarmado en la mirada.

- ¡Señor Hojalba! – Su voz se asemejó a un trueno, los ecos se repitieron y se deformaron mientras intentaba enfocar la mirada, reconocer el lugar donde estaba. Sentía ganas de vomitar. Las manos poderosas seguían inmovilizándole contra la madera. Le empujó con fuerza, apretando los dientes y haciendo un esfuerzo por no desvanecerse y caer al suelo.

- ¡No me toques! – Otro trueno, y los ecos de su propia voz deformándose, distendiéndose, vibrando. La furia que se había despertado en él de pronto bastó para que el humano retrocediera y le soltase. – No te atrevas a volver a hacerlo o te juro qué…

Reparó entonces en las manchas sobre la sobreveste del guarda, encarnadas y húmedas. El corazón se le aceleró de nuevo cuando bajó la mirada a sus manos, tenía los dedos mojados, estaba sucio hasta las mangas de un líquido de olor penetrante, espeso y rojo, como la sangre. Se volvió y destrabó la puerta, dejando tras de si al guarda mirándose el pecho con un gesto confuso. No vio las calles, ni los transeúntes con los que chocó y a los que apartó bruscamente de su camino en su carrera alocada.

Tenía que darse prisa, pero ante todo, no alzar la vista al cielo.

sábado, 12 de noviembre de 2011

XX- Un mal enfermo.

Los paneles cubrían gran parte de las paredes de la buhardilla. Ahora más que nunca parecía un estudio, olía a aceites y pigmentos y aunque el orden era metódico y casi compulsivo las cajas con los pigmentos y los estuches de los pinceles descansaban sobre varias mesitas. Tras el éxito del estreno de la obra en la casa de Lady Liona había sido la propia noble la que había vuelto a los talleres de Arnaudi y les había ofrecido la entrada en el proyecto de restauración y decoración de la catedral bajo la condición de que se pusiera al cargo del proyecto al maestro Hojalba, como ella misma le había llamado. Arnaudi enrojecía de ira a espaldas de la noble, pero besaba el suelo que pisaba y accedía a todas sus peticiones… al fin y al cabo, a pesar de que su inutilidad quedase más que patente, iba a llenarse los bolsillos con su nuevo “aprendiz”.

Cuando Bheril cayó enfermo, Iranion decidió traer parte del trabajo a la casa, y los rostros de los ángeles que ya comenzaban a formarse en los paneles de lo que pronto sería un retablo les observaban en ese periodo de vigilancia y convalecencia. Solo habían sido tres días, pero a Bheril comenzaban a pesarle como semanas, y aunque le agradaba ver a Iranion trabajar, estaba empezando a desesperarse… y él también tenía sus responsabilidades. Le miró de reojo, estaba sentado en un taburete alto, frente a un panel apoyado en un caballete, dándole toques suaves con el pincel pringado de blanco a una túnica vaporosa que cubría convenientemente las formas de un ángel con rostro femenino, parecía realmente enfrascado en eso, así que se deslizó fuera de la cama y caminó con cuidado de no levantar ruido hacia el armario.

- ¿Qué crees que haces?

Bheril suspiró y dejó caer los hombros, se había creído más sigiloso de lo que realmente era. Iranion siguió dándole toques a las sedas vaporosas sin dignarse a volver la mirada hacia él, con los párpados entornados y el gesto digno que era marca de su casa.

- Voy a cambiarme.

- Espero que no para salir.

- No, para ir al salón de música y tomar el té con los invitados.

- Ahórrate los sarcasmos, aun no estás para salir, y sigue lloviendo.

- Pues tengo una clase que impartir, Iranion, no puedo pasarme la vida ahí acostado, yo también tengo responsabilidades.

- ¿Con quien tienes el compromiso?

- Con Lady Liona, es importante que vaya.

- ¿Y por qué no has escrito para excusarte?

- Por que estoy bien y puedo ir. - Y como enfatizando lo que estaba diciendo, Bheril iba vistiéndose, con el pelo revuelto alrededor del rostro y los ojos brillantes, mirando a Iranion como si no entendiera la razón de sus quejas. Iranion suspiró con exasperación y se volvió para mirarle, señalándole con el pincel.

- ¿Pero es que te has visto?. No puedes salir así a la calle, y menos con esta tormenta. Vas a ponerte peor. Vuelve a la cama.

- No voy a ponerme peor, esto es una tontería… y no eres el único que tiene que cumplir con su trabajo, ¿sabes?.

- Iré yo mismo a excusarte. Vuelve a la cama.

- No necesito que me excuses, puedo ir yo a excusarme y tampoco necesitaba que te trajeras el trabajo a casa, Iranion, maldita sea. ¿No ves que estoy bien?. – Tiró de la correa para ajustársela, mirándole con un gesto airado. Iranion pareció envararse y le destelló la mirada con algo parecido al enfado, algo más serio que esa indignación que provocaban sus bromas. – Si sigo aquí un día más entonces si me pondré enfermo de verdad.

Cuando caminó hacia la puerta parecía realmente un lobo enjaulado, inquieto y ansioso por salir fuera de su jaula y correr. Iranion apretó los dientes.

- ¿Crees que estoy exagerando?

- Claro que exageras. Belore… no es más que un resfriado ¿vas a ponerme la perpetua por eso?.

Bheril se echó la capa de lana sobre los hombros y se volvió hacia su compañero con un gesto interrogativo y enfadado. Iranion le miraba con los brazos cruzados mientras estrangulaba el pincel con el puño cerrado. Cuando habló, empleó ese tono tenso de cuando uno está a punto de perder la paciencia, pausándose entre cada palabra.

- Vuelve a la cama.

- No me des órdenes como si fuera un crío, sé perfectamente lo que tengo q…

- ¡Basta!

Se detuvo en seco cuando iba a abrir la puerta. Jamás le había escuchado alzar la voz, el tono suave de la voz de Iranion se había convertido en un trueno repentino, es un estallido que le congeló en el sitio y le hizo parpadear de pronto, como si le hubiera zarandeado y le hubiera despertado de un sueño. El silencio se hizo por completo en la estancia, y parpadeó, apartando la mano del pomo de la puerta. Iranion nunca alzaba la voz, por tenso que estuviera, era difícil que perdiera la compostura, pero algo le estaba poniendo realmente nervioso y Bheril sabía exactamente qué era. Suspiró y se volvió, quitándose la capa y evaporando la distancia entre los dos, consciente de la preocupación de su compañero, y del sufrimiento que le estaba produciendo su despreocupación para consigo mismo. Cuando le quitó el pincel de la mano y tomó sus manos entre las suyas las sintió frías y tensas.

- Vale… vale. – Murmuró, y al fijar la mirada en los ojos de Iranion el enfado se diluyó en una chispa mortecina en sus iris encarnados.- Lo siento… me quedaré en casa.

Iranion parpadeó, se quedó quieto en el sitio mientras Bheril volvía a quitarse la ropa y se deslizaba de nuevo entre las sábanas, ocupando el lugar que no debería haber abandonado. Sonrío, sentado con las mantas hasta la cintura, como si la discusión en la que se habían enzarzado hacía escasos minutos jamás hubiera existido.

- ¿Qué tal se te da recitar mientras pintas?

- Tan bien como pintar mientras pinto.

Iranion arqueó las cejas y le miró, relajando el gesto y llenándose los pulmones de aire, no se había dado cuenta de lo tenso que estaba hasta que Bheril le agarró las manos y pudo relajarse. Se volvió de nuevo hacia el lienzo y se sentó sobre el taburete, con la espalda recta y el mentón elevado como si de un director de orquesta se tratase, y su voz, de nuevo suave y musical, comenzó a recitar mientras el pincel volvía a enredarse en las sedas vaporosas de los ángeles.

- En una noche pavorosa, releía inquieto un vetusto mamotreto cuando creí escuchar un extraño ruido, de repente, como si alguien a mi puerta tocase suavemente. “Es una visita impertinente” dije, “y nada más”.

Pronto se unió la voz de Bheril, tranquila, al reconocer el poema, sonriendo y acomodándose entre los almohadones mullidos.

- ¡Ah! Me acuerdo muy bien, era invierno, e impaciente medía el tiempo eterno, cansado de buscar en los libros la calma bienhechora al dolor de mi muerta Leonora, que habita con los ángeles ahora, ¡por siempre jamás!

En los días venideros no solo aprenderían nuevos versos, Bheril pudo comprobar que no era tan terrible permanecer convaleciente cuando se tiene pigmentos a mano y una gama extensa de azules con los que experimentar… por suerte, Iranion tenía muchos cielos diáfanos que pintar, en los que podría aprovechar el color que parecía obsesionar a su febril compañero, que no volvió a elevar una queja en lo que restó de su enfermedad.

XIX - La señora Peterson

Como ocurría con muchos humanos, la señora Peterson tenía un rostro redondeado, de mejillas llenas y sonrosadas. Tenía la piel pálida y las arrugas propias de la edad hablaban de muchas sonrisas alrededor de sus labios y de muchas lágrimas dibujadas en torno a sus ojos. Esa había sido su casa desde siempre, le había contado a Iranion, mientras pelaba la verdura y la iba echando en el caldero sobre la lumbre. Tenía una de esas cocinas de hierro que empleaban los humanos, enormes y rudimentarias, y a las cuales había que alimentar el fuego cada poco para que no se consumiera. El elfo la observaba como si fuera una mariposa extraña en su hábitat, reconociendo que el calor que desprendía ese armatoste era verdaderamente agradable en el otoño tardío de Ventormenta.

La señora Peterson vivía justo debajo de su buhardilla, por que su buhardilla era parte de su casa, llevaba mucho tiempo sola, desde que enviudase y sus hijos construyeran sus vidas más allá del hogar materno, por eso le había parecido una idea agradable alquilar el viejo desván a los hermanos Hojalba cuando el elfo del pelo rubio fue a visitarla con tan entrañable descaro para proponerle un trato sobre el alquiler. Iranion ya conocía el nombre de todos sus hijos, y de todos sus nietos, sabía que era Francis, el menor de ellos, el que le traía las verduras de su propio huerto y el que había traído las hierbas especiales que estaba preparando en la lumbre. La señora Peterson rara vez dejaba de hablar, pero tenía el tono suave y dulce de las abuelitas de los cuentos y una risa agradable y cantarina, por eso a pesar del olor a naftalina y agua de flores a Iranion no le resultaba del todo incómoda su cháchara ni su presencia.

- No es casualidad que llamen Ventormenta a esta ciudad. El otoño es muy corto y el invierno entra casi sin que nos demos cuenta, a muchos nos pilla despistados.

Había preparado te, y volvió a servirle en la taza una vez hubo dejado el caldero y el agua con las hierbas cociéndose al fuego. Se sentó en el taburete frente a él y cogió su enorme taza con ambas manos, sonriendo con un brillo cálido en los ojos grises. Se alegraba mucho cuando bajaban a visitarla o a pedirle algo, y no era por que siempre le pagaran con más que generosidad la comida que preparaba para ellos, es que le gustaba sentir vida de nuevo en esa vieja casa.

- El lugar del que venimos no conoce el invierno, señora Peterson, y algunos no lo tienen en cuenta por la falta de costumbre.- Dijo arqueando una ceja con desdén mientras cogía la taza de té por el asa, educado y correcto como siempre. La señora le miró y ensanchó su sonrisa.- Mi hermano tiene un extraño complejo de anfibio, le gusta quedarse bajo la lluvia y calarse hasta el tuétano… cualquier día va a desarrollar agallas.

- No te preocupes.- Le dijo con suavidad tras soltar una risa franca, su mirada era brillante y animada, como si comprendiera a la perfección lo que estaba pasando y le inspirase ternura.- Solo tiene que guardar un poco de reposo. Le han funcionado las hierbas, ¿verdad?.

- Si. Aunque de noche le sube la fiebre de nuevo y… ¿está segura de que no llevan nada alucinójeno?... dice muchas cosas raras.

- No, no, claro que no. Eso es por la fiebre, el cuerpo está muy ocupado en sanarse y es como si dejase suelta a la mente, son normales los desvaríos y los delirios cuando se tiene muy alta. ¿Nunca te ha pasado?.

Iranion negó con la cabeza. Nunca había estado enfermo, y había evitado en todo lo posible relacionarse con personas enfermas, le ponían nervioso y le revolvían el estómago, así que era llanamente incapaz de comprender el proceso por el que estaba pasando su compañero y durante los dos días que llevaba en cama había pensado en miles de cosas, a cual más terrible, en las que podía desembocar ese estado de debilidad que Bheril se empeñaba en enmascarar con su actitud. Hasta se había levantado un par de veces para entrenar.

- ¿Es por el frío?.- Debió traslucirse algo de su inquietud al gesto, por que la señora Peterson volvió a sonreír y extendió una mano para estrecharle la suya.

- Tu hermano es fuerte, no te preocupes. Si guarda cama, bebe mucho y toma estas hierbas como te indiqué, volverá a estar sano como una manzana en unos días.

Iranion suspiró y destensó la mandíbula, bajando la mirada a la mano de la señora y arqueando una ceja. La apartó intentando no parecer brusco y dio un trago al té caliente.
- No es que esté preocupado. Es que me enerva que él sea tan despreocupado.

- Se nota que eres el mayor.- Dijo riéndose de nuevo. Iranion alzó el mentón.- Seguro que te hará caso en lo que le indiques, hay que cuidar un poco de ellos hasta que aprenden a cuidarse solos…

La señora esbozó una sonrisa melancólica y dejó su taza sobre la mesa cuando la tetera de las hierbas comenzó a pitar con insistencia. Iranion suspiró y se permitió coger su taza con ambas manos antes de dejarla junto a la de la casera. Tocaba armarse de paciencia para convencer a Bheril de que necesitaba la medicina aunque se encontrase perfectamente y los vómitos solo fueran fruto de “algo que le había sentado mal” entre sopa y sopa.

- En fin… gracias, señora Peterson.

XVIII - La lluvia

La madera crujió, ofreciéndole una bienvenida que se le antojaba cálida y acogedora. Se había descalzado antes de entrar en la buhardilla, dejando las botas embarradas y la capa de lana empapada en el rellano. La calidez del suelo de madera había borrado por completo la sensación dura y fría de los mármoles de un pasado brumoso como un sueño. Iranion tomó aire al cruzar el umbral, llenándose del olor familiar de ese rincón. Su hogar poseía un perfume peculiar, una amalgama sutil de los aromas de aquellos que lo habitaban; notas de trementina y óleos, el olor de la madera añeja, de los aceites con los que Bheril limpiaba los filos de sus armas, las trazas metálicas que se entretejían con el perfume que exhala la tierra mojada en otoño y el hálito de las flores que ya dejaban caer sus pétalos sobre la mesa del salón, rosas y salviargenta.

Guardó unos instantes de silencio, en ese ritual con el que se desprendía del mundo banal que transcurría tras la puerta. La penumbra parecía titilar, y el sonido de la lluvia que había estado azotando la ciudad durante todo el día comenzó a diluirse, repiqueteando en una suavidad creciente sobre el tejado de tejas esmaltadas. No habría necesitado ver las botas empapadas tras la puerta, ni las marcas del agua sobre la madera para saber que su compañero había llegado antes que él, la cualidad del silencio era diferente cuando su presencia llenaba la estancia, no era espeso ni pesado, era un terciopelo cálido, un susurro constante como el ronroneo de un felino, distendiéndose bajo una quietud balsámica. Las armas de su compañero descansaban sobre la mesa, la capa y el jubón empapados vestían la mecedora en la que solía sentarse a leer Bheril. Frunció el ceño con desaprobación pero los reproches se le diluyeron en la garganta cuando volvió la vista hacia la cama, donde las sábanas y las mantas de lana lucían desordenadas y enredadas en el fardo acurrucado que sin duda era su compañero. La larga melena se derramaba sobre los almohadones, apelmazada por la humedad y con los bucles enredados, los pies le asomaban entre las mantas, desnudos y seguramente fríos como mármoles. Iranion suspiró y se acercó a tirar con suavidad de las mantas para cubrirlos, sentándose con cuidado en el borde de la cama mientras murmuraba los reproches entre dientes.

- Has vuelto a quedarte bajo la lluvia… y mira como lo estás dejando todo.

Mantuvo el aliento en los pulmones cuando acercó los dedos a los cabellos mojados para apartarlos de su rostro. La penumbra había dado paso en un tránsito inapreciable a los perezosos rayos del atardecer, que teñían el rostro y los cabellos del elfo dormido de dorado y azul al colarse por las teselas de la vidriera. Había sido Bheril el que había empujado la cama justo debajo de la ventana, una vez la visión de la prisión al otro lado de los canales se vio velada por ese árbol de ramas abiertas y hojas azules y doradas que decoraba la ancha vidriera. Le gustaba despertarse con las primeras luces del amanecer que pintaban de tonos cálidos y vibrantes esa porción de su pequeño reino y seguramente, como solía pasar, no era consciente del efecto que ese gesto tan falto de importancia, en apariencia, causaba en Iranion. Como le había pasado tantas veces, como si hubiera caído presa del hechizo de la luz y las sombras que acentuaban las formas del rostro de su compañero, Iranion parpadeó y volvió a la realidad cuando Bheril se movió bajo las mantas, lento y perezoso como un felino a la hora de la siesta. Apartó los dedos de su mejilla dando un suave respingo, pero frunció el ceño con extrañeza y los volvió a acercar cuando el elfo parpadeó y enfocó la mirada adormecida y brillante en él.

- Estás ardiendo.

- Hace calor. – Murmuró Bheril, y esbozó una sonrisa empalagada de sueño.

- No, no hace calor. Lleva días lloviendo y no te preocupas por abrigarte un poco. Esto no es Quel’thalas, llega el invierno y si no te p…

Se detuvo cuando le hizo callar con el índice sobre sus labios, con esa sonrisa tranquilizadora que solía emplear cuando las cosas comenzaban a poner nervioso a su compañero. Iranion le apartó la mano y se puso en pie, cruzándose de brazos con un gesto severo y ofendido.

- Ni se te ocurra levantarte.- Le espetó al verle hacer el ademán de apartar las mantas, y se volvió dirigiéndose al armario como si fuera a sacar de él las cuerdas para amarrarle. Bheril se acodó en el colchón y le observó, dejando escapar una risilla suave.- No sé de que te ríes, te estoy hablando en serio.

- Vale, tranquilo. No me levanto, pero no es para tanto, solo he cogido un poco de frío.

- Pues podrías quitártelo de encima cuando llegas a casa, seguro que te has acostado con los pantalones mojados. – Soltó sobre la cama la ropa plegada y un lienzo limpio y suave, señalándolos después con un ademán imperativo, como un príncipe esperando que el holgazán de su limpiabotas se ponga a trabajar.- Sécate el pelo, cámbiate y no vuelvas a moverte de entre las mantas.

- A sus órdenes, Señor.- Bheril sonrío e Iranion pareció enrojecer un instante de indignación cuando se llevó la mano al corazón en un saludo militar.

Aun escuchó su risa suave y franca cuando se dio la vuelta y se calzó los zapatos para salir en busca de algo que le bajara la fiebre al inconsciente de su compañero.

- Eres un listillo insoportable.

domingo, 29 de mayo de 2011

XVII - Un baile de máscaras III

Los invitados a la fiesta de disfraces en el palacio de alabastro y cristal se arremolinaban alrededor del Rey. Las plumas de pavo real que habían adornado su lujoso disfraz estaban desparramadas por el suelo, y una mujer lloraba agarrada a él sobre la tarima del escenario. Sus lágrimas eran más que reales, y a estas alturas todos contenían el aliento, asomados a ese mundo imaginario que de pronto se había hecho dueño de sus vidas. El Rey agonizaba, herido de muerte por la mano de su hombre más leal. La sangre comenzó a manchar el suelo del escenario, y la mujer, la amante del Rey, se volvió hacia su marido, el regicida, que había sido a su vez traicionado por su Rey y por su esposa.

Iranion mantenía los ojos bien abiertos, y parecía haber olvidado los detalles de la iluminación y la colocación de sus decorados, estaba inmerso en la obra, en silencio junto a su compañero, que parecía también en tensión, esperando el desenlace como si jamás hubieran leído aquella historia. La voz de la mujer sonó con un dolor real y desgarrado, que hizo a Iranion inclinarse hacia adelante y apretar los puños.

- Toma, esposo mío. Esta es tu orden de traslado, el Rey nos iba a enviar a ambos a Lordaeron para matar nuestro amor traicionero con la distancia y mantener así íntegra la lealtad que os profesabais.

La guardia apareció en escena, las alabardas apuntando hacia el leal consejero del Rey que aun tenía entre los guantes que simulaban las garras de un lobo el cuchillo ensangrentado con el que había dado rienda suelta a sus celos. Cayó de rodillas, soltando el cuchillo, y el resuello del Rey le hizo acercarse a él, casi arrastrándose por el suelo.

- Mi señor, ruego a la Luz me perdone algún día.

- Ha sido mi pecado… mi fiel Ankhar… desear los dones que me son… ajenos…- Tosió, y de su boca se precipitó un hilillo de sangre. – Esta es mi última voluntad… y será la que limpie… mi traición… apartad las armas de ellos, mi perdón es para él… y para los hombres que deseaban mi muerte… que purifique el perdón mi orgullo y… mi codicia.

Un estertor le hizo convulsionar y dejar los ojos en blanco dichas estas últimas palabras. Exhaló un suspiro ahogado y quedó rígido en brazos de la mujer, que estalló en un sollozo que hizo estremecer las almas de todos los que observaban. La guardia bajó las alabardas, Ankhar besó las manos de su Rey y las luces se fueron apagando hasta que todo quedó en un silencio sepulcral. La impresión dio paso a una ovación repentina, los nobles se levantaron de sus asientos para aplaudir, y el telón se abrió para mostrar a los actores, en pie y sonrientes, enlazando las manos y saludando al público.

Ni siquiera Iranion pudo evitarlo, la actuación de aquellos humanos había sido tan sublime que hasta había conseguido olvidar sus disconformidades con la escenografía. Había terminado por sumergirse tanto en la historia que hasta las emociones de esos personajes le parecieron reales, las lágrimas y la sangre, y cada palabra pronunciada. Se puso en pie, y aplaudió con ganas, sin darse cuenta de que con el impulso había volcado la copa de vino que reposaba a su lado, y el pelucón blanco de una señora que se sentaba justo bajo ellos estaba tiñéndose de borgoña. Alguien exclamó un improperio, y la señora se tocó la cabeza y dejó escapar un gritito, alzando la mirada hacia la pérgola donde los elfos ya no pasaban desapercibidos. Iranion estaba demasiado ocupado aplaudiendo para darse cuenta de lo que sucedía, pero Bheril no era dado a perder conciencia de la realidad, mucho menos en una situación así. Los guardias ya se estaban apresurando para alcanzar la pérgola, mientras se hacía un corrillo de pelucas de distintos colores debajo de ellos. El elfo rubio tiró de su compañero, sacándolo repentinamente de su ensimismamiento y se precipitaron a la carrera sobre las estrechas vigas, entre las telas de los toldos. Una alabarda se asomó por uno de los huecos y Bheril la esquivó dando un salto, aceleró la marcha y se subió al muro al que estaban fijadas las pérgolas, tendiéndole una mano a su compañero y cediéndole el paso para que corriera delante de él. No habían perdido facultad alguna, a pesar de llevar ropas ceñidas y tan caras como habían podido permitirse, se escabulleron sobre el muro y saltaron como dos sombras sobre los tejados del invernadero que estaba pegado a la tapia por la que habían accedido.

Nobles y plebeyos se mezclaban en la plaza de la catedral, aun era temprano, casi la hora de cenar, y se habían abierto las puertas de la casa Roselyn para dar entrada a los necesitados a los que Lady Liona invitaba a una cena fastuosa en cada evento que organizaba para recaudar fondos para los distintos fines que la hacían sentirse menos despreciable por tener tanto dinero. Los guardias salieron a empellones, apartando a la algarabía que se había formado y corrieron en dirección a las calles laterales, en busca de esos dos caraduras, ladronzuelos sin duda, que se habían colado en casa de Lady Liona. Estaban tan concentrados en su búsqueda que tan siquiera se percataron de los dos elfos que se detuvieron en su tranquilo devenir y les abrieron paso, saludándoles con un asentimiento y arreglándose las lujosas chaquetas antes de seguir andando hacia el otro extremo de la plaza.

- ¿Ves?. Es mejor ir sin prisa, la gente solo ve lo que espera ver.

Iranion miró de reojo a Bheril, y soltó una risa contenida. Bheril sonrió con suficiencia, sin alterar el ritmo de sus pasos.

XVI - Un baile de máscaras II

Las telas de las pérgolas de madera estaban echadas. De las vigas que se extendían hacia la zona central del pequeño anfiteatro colgaban candiles y farolillos de tela y papel que teñían las luces de colores cálidos y suaves. Las rosas de los parterres exhalaban su perfume que se entremezclaba con el olor del aceite quemándose en los candiles. Se habían dispuesto las banquetas alrededor del escenario y los asistentes, ataviados de sedas y bordados de oro del repertorio más rico que la nobleza local podía lucir, se sentaban sobre los cojines que se habían dispuesto para su comodidad. El silencio fue absoluto desde que el maestro de ceremonias diera paso al primero de los decorados y los actores aparecieron en escena. Los salones de un palacio de altas techumbres y ventanales diáfanos se desdibujaron iluminados por las velas y los faroles que se habían colocado en toda la escenografía.

Ni los actores, ni el público, ni siquiera los guardias que flanqueaban el escenario se percataron de la presencia de los elfos, que tras haber recorrido el tapial y saltado sobre los tejados bajos del invernadero habían conseguido subirse a la pérgola y sentarse sobre una de las gruesas vigas en el mejor palco que podría elegirse para la visualización de la obra. Bheril no solo parecía conocer a la perfección el lugar que iban a ocupar, si no que al parecer había comprado entradas privilegiadas que permitían a uno estar bebiendo vino mientras la obra se desarrollaba ante ellos. Iranion no pudo más que sorprenderse cuando reveló el contenido del macuto que había traído a las espaldas desde casa: Dos cojines finos, pero cómodos, que dispuso sobre la viga antes de que tomaran asiento, dos copas de cristal debidamente envueltas en tela, y una botella de vino que debía de haber terminado con los restos de la primera paga de Bheril como maestro de armas. Ambos paladeaban el caldo en silencio, las miradas fijas en las escenas que se sucedían, en las que un rey era advertido de una terrible conjura fraguándose en los corredores de palacio.

Iranion torcía el gesto, a veces murmuraba algo por lo bajo, cuando la iluminación mal dirigida velaba los detalles de alguno de los decorados. Los conocía palmo a palmo, él había dirigido su realización, eran sus trazos y sus pinceladas los que habían dado vida a la mayor parte de aquel entorno y parecía disgustarle el mínimo detalle que traicionara a sus expectativas. Bheril no necesitaba entender lo que murmuraba para saber qué cosas le ponían nervioso aunque no terminaba de localizar los fallos en aquel montaje magnífico. Las arquitecturas parecían formar parte de un entorno etéreo, como si los salones de aquellos palacios estuvieran tallados sobre alabastro y cristales teñidos de colores suaves, la luz hacía resaltar aquí o allá detalles en vidrieras y esculturas que parecían salir del lienzo y convertirse en lo que representaban. Las voces de los asistentes le hicieron salir de su estado contemplativo cuando el primer acto terminó, después de que el rey visitase a una bruja en el entorno de un bosque que parecía cobrar vida cuando hacían balancear los faroles. Se alzó un aplauso sobre el murmullo, y los nobles se levantaron para estirar las piernas entre los parterres y comentar el primer acto mientras los criados les ofrecían los aperitivos en bandejas de plata.

- Los nuestros son mejores. De las cocinas de nuestro palacio.

Iranion volvió la mirada hacia Bheril, que sonreía señalando con un gesto de su cabeza la cajita que había dejado entre ambos, donde se ordenaban una serie de pastelillos de aspecto suculento según su tamaño y color. Yema, fresa, limón y chocolate. El olor dulzón le llegó a las fosas nasales y le recordó lo mal que había comido esos días y el hambre que tenía cuando decidió dormir antes que comer esa misma tarde. Debieron encendérsele los ojos al compás de la sonrisa que dibujaron sus labios, por que Bheril soltó una de esas risas suaves que tenía reservadas para cuando le sorprendía en medio de un gesto involuntario como aquel.

- Te has esforzado mucho, esas perspectivas son impresionantes, creo que no había visto nada igual.

- Ni tu ni nadie. Las están iluminando mal, se pierde profundidad y detalle… y eso que di instrucciones detalladas sobre como debían hacerlo.

Bheril volvió a reírse, y la mirada carmesí de su compañero volvió a endurecerse con su habitual aire ofendido.

- Te aseguro que nadie ha reparado en eso. Toma, anda.

Le plantó uno de los pastelillos ante los labios, y si no le hubiera detenido agarrándole de la muñeca y cogiendo él mismo el bocado se lo habría embutido en la boca. Le miro de reojo mientras se comía el pastelillo, sin darse cuenta del poco estilo que tenía engullir cualquier cosa de un solo bocado. Se olvidó de todas esas grandes ofensas, ayudado por el hambre tal vez, cuando tras tragarlo cogió otro de la caja y fijó la mirada en el escenario. El maestro de ceremonias estaba presentando el siguiente acto con un tono misterioso en la voz profunda mientras el telón volvía a abrirse tras él.

- Al menos los actores son buenos. – Murmuró, tras tragar el tercer pastelillo, mirando a Bheril de reojo y sorprendiendo su mirada azur, que parecía sonreírle.

XV - Un baile de máscaras I

Iranion comenzó a sospechar de las intenciones de Bheril cuando le dio un tirón para virar por uno de los callejones, de camino a la casa señorial de lady Liona. Refunfuñó al esquivar un charco oscuro entre los adoquines, soltándose de un tirón y arreglándose la manga de la levita con un gesto digno.

No le había podido creer cuando hacía apenas una hora había irrumpido en la buhardilla, exultante como un día de cobro, y le había sacado del sueño pesado para pedirle que se arreglase para el estreno. No respondió a una sola de sus preguntas, y no solo eso, con tan poco margen de tiempo no había podido adecentarse como la situación bien merecía. Todo eso era perdonable. La excitación se le había instalado en el estómago y amenazaba con hacerle sonreír como a un crío cada vez que le miraba e imaginaba como habría conseguido las entradas. El agotamiento por los días de intenso trabajo preparando los decorados para la obra había sido sustituido por ese inquieto calor en el estómago, despejándole como el mejor de los cafés.

Todo eso era perdonable hasta que Bheril respondió a todas sus preguntas con un solo gesto.

Habían llegado al final del callejón. Las casas se apiñaban a un lado del angosto pasillo adoquinado, al otro lado se elevaba el muro de piedra oscurecida del jardín de la mansión Roselyn y les cerraba el paso uno de los muros de la catedral, donde habían colocado un andamiaje que llegaba hasta la vidriera circular en lo alto del muro. Iranion se detuvo en seco y se cruzó de brazos, endureciendo la expresión hasta convertirse en una especie de estatua plantada ante el andamio al que Bheril se había encaramado. El elfo rubio, vestido con sus mejores prendas de cuero refinado y teñido de azul, se había encaramado al andamiaje y había trepado hasta el primer nivel, recolocándose el chaleco bordado al ponerse en pie sobre los tableros de madera.

- ¿Qué demonios estás haciendo?

- Sacar las entradas. ¿Subes? – Sonrío, agazapándose para tenderle una mano. Iranion no entendía como podía moverse con tal agilidad enfundado en esas prendas, pero eso no era lo que más le molestaba en ese momento.

- Podrías haberme informado sobre el hecho de que pensabas colarte como un vulgar ratero y habría venido ataviado con algo más adecuado, como un pantalón lleno de parches y una navaja. No pienso subir ahí.

- He enviado dos botellas de vino Thalassiano a Lady Liona en tu nombre, cada una cuesta más de lo que cuesta una entrada para ver esta obra. No somos rateros, y hemos venido vestidos como lo que somos. Vamos, dame la mano.

Iranion le miró desde abajo y se dio la vuelta, digno y rígido como el caballero ofendido que era. ¿Trepar por andamios? ¿Acudir escondiéndose a una obra?. Belore sabía que eso no era digno de él. La voz de Bheril volvió a sonar, sin apenas elevarse ni alterarse.

- Tienes más derechos por cuna que cualquiera de esos nobles con aire de grandeza que van a sentarse ahí esta noche, Iranion. Que tengamos que mantenerlo en secreto es solo un detalle, tan insignificante como que debas trepar por cuatro palos para acudir.

El elfo del pelo blanco suspiró y se volvió, mirándole con desdén. Bheril sabía que la mitad del camino estaba recorrido, y esbozó una sonrisa amplia, estirando la mano hacia él.

- No pudiste verla la primera vez por que tu padre te lo impidió. ¿Vas a ser tu quien lo impida ahora que eres libre de hacer lo que quieras?. Venga… dame la mano.

- Eres un demonio. – Murmuró Iranion, acercándose e ignorando su mano extendida.

Trepó con agilidad hasta la plataforma. La estructura tan siquiera se movió. Se sacudió la levita blanca y comprobó que no se había manchado y se disponía a seguir subiendo hacia las siguientes plataformas cuando Bheril le agarró y le empujó contra la pared, tapándole la boca con una mano enguantada. Abrió los ojos y se revolvió, nuevamente irritado por el atrevimiento de su compañero, que le mantenía sujeto con un brazo cruzándole el pecho.

- Shh… mira. – Murmuró, muy bajo en su oído. Iranion tomó aire por la nariz y miró abajo.

La alabarda del guardia destelló con la luz difusa del único fanal que iluminaba la callejuela. Se quedó parado un instante en medio de los adoquines, echando una ojeada al callejón, y luego volvió hacia la calle principal, andando con ritmo lento y haciendo resonar las mallas del uniforme en cada paso. Se quedaron en silencio, hasta que dejaron de escuchar el tintineo del metal. Iranion se tragó las palabras cuando se volvió y enfrentó la mirada del elfo, y de nuevo una sensación cálida se abrió paso en sus entrañas, evaporando la irritación que le producía andar escondiéndose de la guardia como un vulgar ladrón.