viernes, 10 de septiembre de 2010

VIII - Evasión

Siempre se prometía que no volvería a abusar del vino especiado y los licores en las fiestas. No le importaba acudir para contentar a su madre, estaba en edad de comenzar a pensar en su futuro, de acudir a las presentaciones en sociedad de las doncellas y disfrutar del tiempo de asueto que ofrecía la temporada primaveral. Pronto comenzarían las largas ausencias, los viajes a la isla de Quel’danas y las responsabilidades de un soldado de Quel’thalas, eso daba poco espacio a la preocupación por un futuro estable y la formación de un hogar que perpetuase la sangre de su casa. Bheril estaba más preocupado por que las piezas de su armadura lucieran bien y por mantenerse en forma, sabía que no estaba hecho para la vida de un noble… no del todo, pero aceptaba sus responsabilidades sin agobios, quejarse en su situación habría sido un insulto a Belore.

Pero no pudo evitar hacerlo al despertar con el aguijón de la resaca insertado en los sesos, como si un golpe seco entre los ojos le hubiese sacado del sueño pesado y profundo en el que se encontraba. Blasfemó y volvió a cubrirse con las sábanas húmedas, prometiéndose de nuevo no volver a probar el alcohol por refinado y caro que sea. La fiesta que cerraba la temporada primaveral siempre era la peor, y los Lamarth’dan tenían la cualidad de disponer las cosas para que desearas quedarte hasta el final con todas las consecuencias. Incluso Iranion había recuperado la sonrisa y se había pasado la noche luciendo sus encantos a su elegante manera, no entendía como podía beber y mantener la dignidad con tan insultante facilidad… tal vez tenía que ver el hecho de que lo que duraba una copa en manos de Iranion era lo que duraban tres en las suyas. Había sido una noche satisfactoria a pesar de que los compromisos sociales no les permitieran apenas dirigirse la palabra. Bheril había observado y algo en el porte de su compañero le indicaba que las cosas iban a cambiar. La prueba estaba en que no había hecho ninguna tontería.

- ¡Belore! Maldita tu presencia en los viñedos… - Volvió a blasfemar al verse de nuevo golpeado por esa sensación repentina. Levantó la cabeza y se pasó la mano por los cabellos enredados. Le dolían los músculos y no recordaba como había terminado la noche, pero eso no era nada nuevo. La nueva punzada le hizo cerrar los ojos, y escuchó un crujido como de cristal al quebrarse. Parpadeó, pensando que era imposible que ese sonido proviniera de su cabeza, y volvió la mirada a las cortinas tupidas que impedían la entrada del sol. Se levantó y descorrió los cortinajes, entrecerrando los ojos al esperar el escozor repentino del sol, pero apenas se adivinaban los velos malva del amanecer en las montañas. Bajó la mirada y arqueó las cejas al ver a una figura embozada, lanzando piedras a su ventana. Abrió y apenas pudo esquivar la piedra que iba dirigida a su ventana.

- ¡Eh! ¿Qué demonios haces?.- Iba a vestirse y a bajar para darle una paliza al gamberro cuando este dejó caer la capucha y el cabello blanco se derramó sobre sus hombros. Iranion le sonrió desde su posición. - ¿Qué…?

- Vístete y vámonos, Bheril. ¡Se acabó!

Le miró perplejo, tapándose con la cortina al darse cuenta de que había salido desnudo a la ventana. Iranion debía estar borracho.

- ¿Qué dices?. Ni siquiera ha amanecido, deberías estar durmiendo la mona.

- ¡No!. Estoy muy despierto, Bheril. Quiero que me lleves a Ventormenta. Quiero irme contigo y es lo que voy a hacer. ¡Vámonos!

Le iba a estallar la cabeza. Tenía la sensación de estar soñando. ¿Qué clase de prueba era esa?. Iranion le miraba expectante, con la sonrisa que muestran los niños cuando están a punto de salir de excursión… solo le faltaba ponerse a dar saltitos. Le miró en silencio un largo instante, sujetándose la cortina a la altura de las caderas y con la cara de alguien que acaba de ser rescatado del reino de los muertos.

- Por Belore Iranion. Es una locura, estás loco. – Y ya se estaba dando la vuelta para buscar su ropa con premura, con toda la que podía con aquella resaca infernal, sin darle tiempo a su ralentizado cerebro a pensar en lo que estaba haciendo. Él predicaba sobre la importancia de las elecciones y ser fiel al propio corazón y todo eso… pues bien, lo estaba siendo.

- ¡Tu también!

Le oyó reírse y recogió la ropa con rapidez, embutiéndose en las prendas de cuero que usaba para salir de cacería. Vació la caja donde guardaba sus ahorros en una bolsa de terciopelo raído y bajó las escaleras a toda velocidad. Sin pensar, por que Bheril no pensaba cuando había decidido algo, cuando la oportunidad le aportaba la claridad meridiana que le hacía entender en que dirección se proyectaba su corazón. Iranion le tendió las riendas de su caballo, ensillado y arreado, y se montó en el suyo de un salto ágil y rebosante de vida.

- Somos libres Bheril. Ya lo sé.

Clavó espuelas y salió al galope por delante de él. Bheril le imitó, embozándose en la capa de ante oscuro y planificando el viaje mentalmente. Más tarde descubriría que Iranion no solo había marcado las rutas, si no que traía consigo víveres de sobra para un viaje de al menos un mes. Un viaje que se extendería y pondría a prueba las habilidades de ambos como guerreros en los caminos más peligrosos pero en el que dejarían claro que dos elfos armados pueden ser más peligrosos que cualquier panda de bandidos o asaltantes de caminos, a parte de tener mucho más estilo.

VII - Reflejos

Las primeras gotas de la tormenta se estrellaron contra los cristales del invernadero. Las luces difusas del jardín hacían parecer estrellas fugaces a las lágrimas de lluvia que se deslizaban sobre el techo transparente, un universo oscuro donde estallaban galaxias y se desintegraban al son de una percusión irregular. Olía a tierra mojada y al perfume condensado de un sinfín de flores exóticas, Iranion las había estado observando durante largo rato desde que huyeran del bullicio de la fiesta. Había reconocido la totalidad de las orquídeas que se cultivaban en el orquidiario, y conocía las características de muchas de las flores que estallaban por doquier en la penumbra del invernadero. Le gustaba aquel lugar, Bheril lo sabía y le dejaba deambular entre los tesoros de su padre, que vivía ajeno a las visitas de los jóvenes a su particular Edén. Siempre acababan refugiándose en ese rincón silencioso y perfumado, a veces ebrios del licor y el maná que corría en las petulantes fiestas de los Hojazul, otras veces, como esta, buscando el amparo del silencio.

- No ha sido un accidente.

La voz de Bheril se alzó sobre el susurro de la lluvia, que se estrellaba con insistencia contra el vidrio como si intentase alcanzarlos. Iranion observó en silencio las extrañas amapolas del terrario ante el que se había detenido. Parecía un espectro teñido de cian, una presencia blanca que parpadeaba cuando la luz del exterior se colaba entre el ramaje de los árboles del jardín. Apenas se movía y mantenía un brazo doblado y oculto bajo la capa de bordados plateados. Pasó una eternidad hasta que negase con la cabeza, fijando la mirada orgullosa en los cristales. Bheril había visto el maquillaje en su rostro y no necesitaba ningún signo físico para reconocer las heridas que ningún artificio pueden cubrir, no en su compañero.

- ¿Alguna vez has sentido que no existes?

Bheril arqueó las cejas, chasqueó la lengua y negó con la cabeza, acercándose al elfo y apoyando los codos en el borde de piedra del terrario. Le observó a través del difuso reflejo del cristal.

- ¿Alguna vez has sentido tú que lo haces, Iranion?

Negó con la cabeza. El destello repentino de un rayo hizo desaparecer sus rostros del cristal, el jardín se iluminó un instante y el rumor de un trueno lejano rompió la monotonía del repiqueteo de la lluvia. Bajó la mirada a las amapolas, cuyo aroma narcótico le cosquilleaba en las fosas nasales. El corazón de las Damas Carmesíes era un potente narcótico, incitaba los sueños más dulces y su beso engañoso podía hechizarte para siempre. Pensó en dormirse arropado por ese perfume, y no despertar.

- No puedo más. Esta vida no es mía…

- Pues hazla tuya. Vive tu vida de una vez.

- No puedo. No es tan…

- ¿No es tan fácil? – Bheril se volvió para mirarle, sus manos se cerraron en los brazos de Iranion, le obligó a darse la vuelta para mirarle. El elfo apretó los dientes y contuvo el quejido cuando el dolor le atenazó el brazo roto, fijó sus ojos en los de Bheril, apretando los dientes.- Es tan fácil como elegir de una vez, Iranion. Elegir mirarte en tu maldito espejo y en ninguno más… el resto no son más que quimeras.

Estaba cerrando las manos con fuerza, sabía que le hacía daño, y tenía ganas de zarandearle y gritarle. No podía soportar esa actitud, no entendía la pasividad y la aceptación de su compañero y estaba viendo un brillo peligroso en su mirada, un brillo que le asustaba. Ya le conocía y entendía más los silencios entre sus palabras que aquello que brotaba de su boca. Era capaz de rendirse, lo sabía.

- ¿No te gusta lo que ves?. Cámbialo. Mírate con sinceridad de una vez y acepta lo que deseas. Acéptalo o acepta vivir toda tu vida como un fantasma, Iranion. ¿Quieres eso?.

- Suéltame.

- ¡Despierta de una vez!.- Le zarandeó, como si así pudiera arrancarle de la pesadilla de la que se había enamorado. Pero los ojos de Iranion se cubrieron de un frío incandescente que ya conocía. Era como golpear una roca, un témpano inamovible. Le frustraba. Le soltó, y el ímpetu casi hizo caer al pálido elfo, que se agarró del terrario para no venirse abajo, apretando los dientes al morderse el gemido de dolor. – Por una vez, piensa realmente en los demás antes de hacer ninguna gilipollez. A algunos nos gusta lo que vemos.

Los pasos se alejaron. El rayo volvió a destellar, el trueno ahogó el portazo y solo quedó el susurro de la lluvia y su canción monótona. Iranion fijó la mirada en las Damas Carmesíes que parecían sonreírle con sus pistilos. Las arrancó como justo castigo a su burla y observó el reflejo desvaído de su rostro en el cristal.

-Tan fácil como elegir…

Un revuelo de pétalos salpicó el suelo de rojo cuando los pasos decididos del elfo cruzaron la estancia y la abandonaron al silencio.

VI - El Jardín Desvelado

Labios abiertos… la miel se derrama por su garganta, saliva espesa que pega al paladar el sabor del aroma residual de las rosas. Liba con dedicación entre los pétalos abiertos de esa boca ávida de la que escapa el aire en un hilo entrecortado. La luna resplandece henchida, reinando en un cielo cuajado de estrellas al que ninguna nube enturbia, su luz se derrama sobre el jardín, sobre las fuentes y los canales que brillan como venas de plata, sobre los amantes que se enredan sobre la hierba y las hojas secas. De nuevo atrapado en sus velos, entre los brazos de la deidad que susurra sus misterios al firmamento. Las hebras de plata de sus cabellos son cadenas que se enredan en las muñecas del joven, el calor de su piel el refugio contra el frío exterior, su aroma la droga que le nubla la vista y le empuja a lo indecible, lo imposible… el pecado que se convierte en don entre sus brazos, el crimen transfigurándose en milagro cuando sus manos le brindan la bendición de su caricia. El aliento se condensa, el sudor resplandece como pequeños diamantes sobre las pieles de alabastro de los amantes, estatuas que cobran vida y se enredan, gimen, respiran y aman. Un espejo que se refleja a si mismo cuando fijan los ojos ardientes en los del otro, embrujándose, drenando la memoria de un mundo y un tiempo que no les pertenece ahora.

Solo la eternidad… solo la eternidad.

Apresa las delicadas manos contra la hierba. Sus velos son serpientes que reptan sobre la piel desnuda, tejen una suerte de tela de la que no desea escapar. Solo existe ella, ella y nada más, ella y sus profundidades ardientes, ella y su húmeda oscuridad, ella y su permisividad. Se hunde y vuelve a la orilla, como llevado por la marea de un mar embravecido, y en sus venas despierta el trueno lejano y sus ojos por un instante cegados por el rayo intenso ya no son capaces de observar el rostro de blancura irreal. El océano le engulle, el torbellino tira de él, le hace ascender, acelera la sangre en sus venas. Quiere hundir la lengua entre sus labios, abandonarse a la glotonería hasta que no pueda soportar más… pero sus labios no llegan a los pétalos abiertos.

Un tirón, la alarma llega antes que el dolor que lacera su cuero cabelludo. La fuerza inclemente le arranca de los brazos de su amante con violencia, le proyecta hacia el suelo. El corazón late desbocado, golpea con fuerza en los oídos y parece taponar la garganta cuando intenta respirar, el fuego nacido en la boca del estómago prende bajo la piel, no puede respirar y se siente desangrarse por dentro. Suaves pasos de hada se alejan en un revuelo de velos brillantes. Los ojos de Sahenion parecen los de un demonio. No es su padre el que vuelve a agarrarle del pelo y levantarlo sin esfuerzo, es un demonio, y por un momento es desgarradoramente consciente de que va a matarle.

-Tu… no eres mi HIJO.

El aire apenas transita a sus pulmones. Se agarra a la muñeca de su padre e intenta mirarle, hablar, aun sin argumentos para explicar lo que ha visto. La mirada carmesí de Sahenion duele más que los puñales, más que el golpe que estalla en su mejilla y le devuelve al suelo, donde sus manos solo pueden cerrarse sobre la hierba. No se defiende, tan siquiera alza el rostro cuando caen los golpes, no es peor el dolor ni el crujido de los huesos que la mirada carmesí y prendida de odio y desprecio de su padre. No es peor la sangre que le llena la boca que la vergüenza que anega sus sentidos, la rabia de no sentir el arrepentimiento que debería aflorar, la pesada pena de seguir odiándole aunque se haya descubierto como el traidor, el pecador.

- ¡Eres miserable e indigno de la sangre que corre por tus venas!.- Cerrar los ojos, morderse el nudo en la garganta. Ojalá no dure demasiado.- ¿Cómo has podido hacernos esto? ¿CÓMO?. No eres mi hijo.

Es una pesadilla. Sahenion no debía volver hasta meses después… no está aquí, es una mentira, una pesadilla terrible de la que debe despertar. Pero el dolor es real, la humedad de la hierba le moja el rostro cuando cae, incapaz de aguantar. La sangre salpica las flores, magnolias blancas que se tiñen de carmín. Y el hada que ha huido ya no canta, aunque tiene su voz resonando en los oídos.

Solo la eternidad…

- No hablarás a nadie de esto. Voy a mandarte con las divisiones que parten hacia Ventormenta. No mereces pisar la tierra que te vio nacer, ni siquiera debiste nacer. Levántate y desaparece. – Duele, como el infierno, como hundirse en el magma. - ¡Desaparece!

Como desintegrarse…

V - Carta a Bheril

A Bheril Hojazul. Calle de los Sauces; Bruma Dorada


Estimado compañero:

Me ha sido difícil reunirme contigo tras la graduación como te prometí. Lord Sahenion consideró necesario que le acompañase en su último viaje a reinos humanos, para que tomase contacto con su rudimentaria cultura y costumbres. Ha sido largo para mi gusto y hubiese preferido contar con otras compañías aunque la estancia en Ventormenta haya paliado en parte ese detalle. He podido ver con mis propios ojos todo aquello de lo que me has hablado en Quel’danas, la ciudad es un hervidero de actividad, he llegado a oír a varios trobadores en una sola plaza luchando por la atención de sus conciudadanos, a los venteros ofreciendo sus mercancías a viva voz y a las mozas mostrando sus atributos generosos a los viandantes como si fueran un producto más de esa feria apasionada, sonriendo con una falta total de pudor o recato. Las gentes van de acá para allá como si el tiempo nunca fuera suficiente para terminar con sus tareas, parlotean y llenan el aire de extraños aromas. El olor de la ciudad es una amalgama de hedores y perfumes que acaban por saturarte la nariz, los canales apestan como si en ellos fueran a morir todos los deshechos de la ciudad y me temo que es así aunque no me atreví a analizar las peculiaridades de las cosas que flotaban entre las barcazas. No he podido explorar los rincones que me hubiese gustado admirar, ni las costumbres que realmente me interesan, el orden del día resultaba invariable viajando con Sahenion, se puede resumir en ir de una reunión a otra escuchando los desabridos discursos de políticos y diplomáticos en salones de piedra mal tallada y con excesivo olor a humedad. Lo cierto es que acabé echando de menos el relativo silencio de las calles Lunargentinas, las fuentes limpias y los días despejados aunque el bullicioso estilo de vida de los humanos me haya resultado excitante.

No quiero aburrirte y no hay nada nuevo sobre Ventormenta que pueda contarte a ti, no estoy escribiéndote para eso. En la isla se me daba mejor escribirte, no hacían falta muchas palabras para que entendieras nada, siempre has tenido esa detestable facultad de captar lo que quiero decir aunque mantenga la boca tercamente cerrada, es algo que siempre me ha irritado pero que de alguna manera me ha puesto las cosas fáciles. He comenzado a escribir con la clara intención de agradecerte la ayuda prestada, tu te has esforzado y yo he acabado por alcanzar la graduación vivo y con honores, no es el hecho de haberla alcanzado lo que merece mi agradecimiento, si no el hecho de haber convertido ese infierno que comenzó siendo la isla para mi en un lugar mucho más acogedor. Tu instrucción es lo único válido y útil que voy a sacar de ese lugar, aunque ahora pueda aspirar a vestir el tabardo de los Hojalba y tomar sus responsabilidades. No puedo engañarme a mi mismo ni a los que me rodean sobre lo que siento al respecto del destino que me espera, durante un tiempo me esforcé en pensar en que las cosas cambiarían al volver, en que mi hogar se parecería más a un hogar que a una prisión, e incluso llegué a soñar que se me dirigía una mirada de orgullo. Me siento orgulloso de haberme superado, es algo que tu me enseñaste, a sentirme orgulloso de lo que soy capaz de hacer incluso cuando no he elegido el camino, por que he elegido la manera de andarlo y lo he hecho con la cabeza alta. Pero es hiriente e insultante que tu propia sangre no pueda ver el sacrificio que has hecho por parecer más digno a sus ojos. Sahenion seguía mirándome con decepción incluso en la ceremonia de graduación, viendo a su hijo donde quería verle y como quería verle. Su tono sigue siendo tan árido como siempre, aunque apenas discutamos ahora. Sé que no soy lo que esperaba que fuera por que no he elegido libremente lo que deseaba que eligiese. Si lo pienso detenidamente no veo ningún sentido en todo lo que he tenido que luchar por salir adelante en Quel’danas… ¿Me estoy traicionando a mi mismo intentando ser quien él quiere que sea?, ¿Es que acaso tengo otra elección?. A veces creo que he nacido en el lugar equivocado. Tu lo dijiste, vamos a tener que comer muchos ascos en nuestra vida y sospecho que mi vida al completo va a ser un asco.

Voy a arrepentirme de mandarte esto en cuanto lo tire en el buzón, pero no puedo hacer que adivines qué me ocurre a distancia para sentirme consolado, así que me daré prisa en bajar a la calle. Nos vemos en la próxima fiesta de primavera.

Iranion Lamarth’dan

IV - Bheril Hojazul (II)

El oleaje había depositado sobre la arena blanca un tapiz de algas que dibujaban el movimiento del agua sobre la costa. El viento soplaba desde el sur, las aguas del mar del norte lo enfriaban y besaban el rostro en una sensación de contraste con el ambiente cálido y húmedo que imponían los hechizos sobre la isla. Bheril tomó aire con fuerza, llenándose los pulmones de aquel aire auténtico, sustituyendo al que se le antojaba viciado y antinatural. El murmullo de unas botas hundiéndose en la arena le hizo volverse, y la imagen del iniciado Lamarth’dan le despertó una genuina sonrisa, a pesar de su aspecto deplorable.

- Acepto.

Fue el escueto saludo, con la voz ronca y un aire de digna aceptación. Bheril asintió. Sabía como se había hecho aquel terrible cardenal en el pómulo, que golpe exacto le había partido los labios, y que fallo en la esquiva le hacía encorvarse ahora con el dolor de un fuerte golpe en las costillas. Tenía todo el aspecto de haber sido asaltado y tirado en una cuneta, aunque lucía el pelo bien peinado y amarrado en la nuca y esa expresión orgullosa que ni los golpes borraban.

- Descansa un poco, eso también ayuda.

Se quedó de pie tras él. Bheril volvió la vista hacia las aguas oscuras, los dracohalcones de los Hojalba pasaron rozando las olas, a toda velocidad.

- Has estado esperándome, no quiero perder más tiempo.

- No te estaba esperando.- Bheril rió, y si le hubiera mirado en ese momento habría visto las mejillas de Iranion encenderse.- Vengo aquí siempre, después de la comida. Es un buen sitio para meditar.

Iranion le observó, de pie tras él, respirando lentamente para no despertar más punzadas de dolor. La rabia ya había dejado paso al sabor amargo de la derrota, sus contrincantes se encontraban en el mismo grado que él, había entrenado tan duro como todos, se creía capacitado para superar un combate serio y tras caer ante el primero de sus contrincantes todo pareció ir a peor. Había sido un completo desastre.

- Siéntate, anda. – Bheril palmeó la arena a su lado. No tenía ni un rasguño, era de los más avanzados de aquella promoción, aparentaba más edad de la que tenía y sus brazos eran el doble que los de Iranion. Cuando se sentó a su lado, mirándole de reojo, sintió una punzada de envidia.- Duermes poco y comes aun menos.

- ¿Piensas entrenarme o convertirte en mi madre?.

- Algo me dice que has sobrevivido hasta ahora gracias a ella. – Volvió a reírse. Iranion apretó los dientes mientras volvía a sentir la sangre agolpándose en sus mejillas.- Quiero ayudarte a que puedas hacerlo solo.

-Puedo hacerlo perfectamente, que no sepa manejar una espada no significa nada.

- Significa muchas cosas, en realidad. Pero eso no importa, lo que importa es que estás aquí y para sobrevivir debes aprender. No todo está en la práctica, si no eres capaz de levantar una espada en condiciones no podrás superar ni una sola de las pruebas.

Iranion le miró de soslayo. El hijo de los Hojazul nunca había tenido interés alguno para él. Su actitud le había parecido siempre vulgar en las fiestas de primavera, la tez tostada y la completa falta de etiqueta a la hora de vestirse le convertían en alguien indigno de la menor atención, no parecía haber sido así a la inversa. Bheril parecía haberse fijado mucho en lo que el hijo mayor de los Lamarth’dan hacía o dejaba de hacer.

- No me gusta la comida del cuartel.

- No hay otra.

- Es un asco.

- Vamos a tener que comer muchos ascos en la vida. Ya no somos niños, por eso estamos aquí.

- Yo estoy aquí por que me han obligado.

- Eso también significa muchas cosas. – Sonrió. Iranion volvió a tener ganas de abofetearle.

- Oh… Belore… eres un listillo insoportable.

Intentó levantarse antes de que sonaran las campanas que anunciaban la vuelta al entrenamiento. Se le escapó un quejido seco cuando sus costillas se resintieron del golpe. Bheril extendió la mano para ayudarle, recibió un golpe que la apartó antes de que Iranion se pusiera en pie a duras penas.

Si no le hubiese dolido todo el cuerpo le habría golpeado cuando su risa volvió a resonar en el aire.

III - Bheril Hojazul

Le dolían partes del cuerpo que no le habían dolido jamás. Al arrastrarse hacia el camastro le había dado la impresión de que su cuerpo era de goma y el suelo se hundía y le desestabilizaba. Iranion se hundió entre las sábanas oscuras y se cubrió hasta la nariz, sorbiendo las lágrimas que luchaban por anegarle la mirada. Dormía rodeado por todos sus compañeros, en un cuarto atestado de literas que crujían al mínimo movimiento y aunque siempre estuvieran limpias al joven Iranion le asqueaba aquella situación como si le hubiesen arrojado a un campamento infestado de pulgas y anegado de barro. Se sentía absolutamente solo, aun rodeado de las presencias de aquellos que como él se convertirían en grandes guerreros algún día. Tal vez era el único para el que aquello se convertía en una condena de días que se arrastran entre el extenuante ejercicio físico y la ausencia total de todo lo que le había consolado durante su corta vida. Leriel no le despertaba ninguna mañana con su risa cantarina, no podía dormirse sobre los libros ni escapar a los jardines persiguiendo sueños secretos, no tenía las manos de su madre, ni su voz ni el olor de las magnolias que siempre impregnaba su pelo. Sus manos se estaban agrietando de blandir constantemente la espada, sabía que no podría volver a tocar en condiciones ninguno de los instrumentos que sabía tocar, eso no formaba parte de la vida de ningún guerrero.

Suspiró y calculó mentalmente los días que le restaban de aquella condena hasta poder volver a casa, a su habitación y a las canciones de la tata cuando paseaba con Leriel por los pasillos. Se mordió los labios y ahogó el llanto de nuevo, cerrando los ojos y alejando aquella cifra a la que se le hacía complicado sobrevivir. Como cada noche, a pesar del cansancio, el joven Iranion tenía que echar mano de sus recursos para conciliar el sueño que tan esquivo le resultaba. Se imaginaba tendido sobre una barcaza a la deriva, con el pelo mojado y cubierto de la sal del mar, flotando entre los restos de un naufragio, como Tyrel el Negro tras la terrible tempestad que condenó al olvido a toda su flota y a los maravillosos tesoros del imperio de Azshara que atestaban las bodegas de su navío. Él también había perdido sus más preciados tesoros, también flotaba a la deriva en una barcaza que amenazaba con inundarse y dejarle sin ningún apoyo, a merced de aquel océano profundo que te ahogaba hasta el alma. Imaginaba que tenía el arrojo y la fuerza de aquel elfo que fue escupido por las aguas en una isla remota donde las nagas le tomaron como esclavo y condenaron a una vida que no era la suya. Se imaginaba tan astuto como él, consiguiendo que el destino se retorciera a su voluntad para transformar su condición de esclavo en la del señor. Era Tyrel el Negro, y tarde o temprano se alzaría como lo que verdaderamente era, le serían devueltos sus tesoros y posición.

En plena ensoñación, un suave golpe en la sien le hizo parpadear y abrir los ojos a la oscuridad. No estaba seguro de que aquel golpe hubiese sido real, con gestos agotados y ensoñecidos, se incorporó y palpó sobre las sábanas hasta toparse con el tacto rugoso de una pelotita apretada de papel. Frunció el ceño con extrañeza al ver el resplandor tenue que latía como un pequeño corazón en el centro de la esfera irregular, intentó ser lo más silencioso posible, pero le pareció que el crujido del papel llenaba la estancia cuando lo abrió y un pequeño fragmento de maná cristalizado cayó a la palma de su mano, brillando suavemente en tonalidades celestes, aquella luz apenas iluminaba la palma de la mano, pero al acercarla al papel constató su utilidad al ver las letras de trazo fino dibujadas en él.

“Te he visto en el entrenamiento, puedo ayudarte a mejorar”

Sintió como se le agolpaba la sangre en las mejillas y la vergüenza tomaba rápidamente el disfraz de indignación. Pensó en levantarse y tirar de las sábanas de la litera superior hasta que el autor de aquel insulto cayera al suelo por su propio peso, pero incluso pensar en ello le provocó una punzada de dolor en los músculos que le convenció de quedarse donde estaba, eso y el castigo que le esperaba si le encontraban despierto a esas horas. Tanteó sobre su mesilla hasta encontrar la pluma que le había regalado su madre, que funcionaba con un depósito de tinta que nunca se secaba y raras veces había que rellenar, apoyó el papel en la rodilla flexionada y escribió intentando que su letra fuese tan clara como la de su vecino de arriba.

“No te he pedido ayuda y tampoco la necesito. Estás tan capacitado para la instrucción como yo.”

Envolvió la piedra de maná y la lanzó hacia la litera de arriba con cuidado de que no se precipitase hacia el suelo al caer. No tardó en escuchar una risa ahogada y tuvo que apretar los puños para contener el bufido indignado. Sentía que se estaban burlando de él, y era lo único que le faltaba. La pelotita de papel volvió a golpearle, esta vez en la nariz, y rebotó en su regazo.

“Yo al menos sé que una espada no se empuña como el arco de un violín.”

Sabía bien quien era ese engreído que le había tomado como entretenimiento en una noche de insomnio. Berhil Hojazul era el hijo menor de una familia de las Casas Bajas, sus padres habían acudido a más de una fiesta en la residencia de verano que su familia tenía cerca de Brisa Dorada, Sahenion y el patriarca de los Hojazul mantenían una relación cordial, a pesar de que su madre les consideraba ciudadanos de segunda y oportunistas y no solía disimular el desprecio que sentía hacia su sangre.

“Debe ser lo único que sabes, por eso me molestas vanagloriándote de ello. Si me sigues molestando llamaré al guardián.”

La pelotita volvió a volar y afinó el oído para escuchar el rasgueo del lápiz sobre el papel. Le resultaba irritante que a pesar de lo arrugado que estaba el papel y lo difícil que era escribir en la oscuridad Bheril consiguiera mantener la letra tan clara e impoluta.

“Así podrán castigarnos a los dos. Te esperaré en el puerto después de comer, no te olvides la espada.”

Estaba a punto de estallar, si tuviera una piedra se la habría devuelto en lugar del inofensivo papel arrugado, cuanto más pesada y afilada mejor. Vocalizó en silencio mientras escribía, con todo el desprecio del que fue capaz.

“Vete al infierno”

II - La decisión.

No le importaba quedarse sin cenar una noche más. Era una buena excusa para escabullirse de la desabrida charla en la mesa, donde el excelso señor Lamarth’dan acapararía atenciones y conversación con el relato de los últimos acontecimientos en las cortes humanas, donde pasaba la mayor parte del tiempo que empleaba en los viajes diplomáticos. La participación del joven Iranion en esas charlas solía desembocar en discusiones sobre política, que a su vez desembocaban en los distintos puntos de vista que ambos guardaban sobre el futuro del primogénito de los Lamarth’dan, tan contrapuestos que la única manera de finalizar con la discusión era despachar a Iranion e ignorar lo que se había pronunciado hasta que el jovencito volviera a rebelarse.

Ya había conseguido tragarse la bilis y sumergirse en la lectura cuando un par de golpes firmes en la puerta de su habitación le hicieron dar un respingo. Su madre no llamaba de aquella manera, tampoco la pequeña Leriel, así que concluyó que aquella debía ser la manera en la que lo hacía Sahenion, que jamás había subido a su alcoba a buscarle. Observó la puerta en silencio unos instantes, cerrando el libro y apagando la pequeña lámpara de cristales de maná que tenía sobre el escritorio. Sahenion no se había mostrado favorable al encontrarle leyendo en otras ocasiones lo que para él era literatura barata y de valor nulo para el intelecto, e Iranion no se sentía con ánimos para aguantar otra charla sobre la realidad y las cosas útiles. Escondió el libro en el cajón del escritorio y se levantó, abrió la cama y revolvió un poco las sábanas antes de abrir la puerta de roble lacado, tras la que le recibió el ceño siempre fruncido de su padre, y la mirada que pocas veces le observaba con otra cosa que no fuera reproche. El caballero se adelantó y cerró la puerta tras de si, mientras su hijo le saludaba con el tenso silencio de la dignidad herida, agachando la cabeza con fría cortesía.

- Padre…

- He tomado una decisión.- La voz grave del noble retumbó en la amplia estancia. Iranion no había apartado la mirada orgullosa de los ojos de su padre, a pesar de sentir una garra fría apretándole la garganta.- Vas a iniciar tu instrucción en Quel’danas, bajo la tutoría de los Hojalba.

Iranion parpadeó y sintió la garra congelarse en su garganta. Su padre había amenazado muchas veces con enviarle a la isla, le había explicado cientos de veces el estricto régimen de los pupilos de los Hojalba, el cariz férreo de la instrucción de los futuros caballeros de Quel’thalas. No solo era una amenaza, era el plan de futuro que Sahenion tenía para su hijo, un calco casi exacto de lo que había sido su vida repleta de triunfos y honores.

- No es una decisión que debierais haber tomado solo.- Respondió con frialdad, tragando saliva mientras le mantenía aquella mirada revestida de acero, que pesaba más que el plomo.- No quiero ir a Quel’danas.

Los ojos de Sahenion destellaron, los rasgos afilados del elfo se endurecieron mientras le miraba en silencio, Iranion conocía bien el brillo de la decepción en la mirada de su padre, y su presencia en aquella habitación comenzó a hacerse demasiado densa.

- No he venido a pedirte opinión. Vas a ir a Quel’danas, vas a instruirte como hemos hecho todos los Lamarth’dan, y en un futuro me agradecerás que haya tomado esta decisión por ti.

- Jamás voy a ser lo que habéis sido vos. No voy a agradeceros nunca que me obliguéis a vivir vuestra vida. Ese no es mi camino, mis propósitos son más elevados que servir a la patria, padre.

Tragó saliva de nuevo, la tensión en la mandíbula de su padre se había redoblado, los ojos destellaban no solo de decepción, era un reflujo de ira que se contenía tras su mirada. Cuando habló, lo hizo con un susurro cortante, abrupto y rasposo.

-¿Qué hay más elevado que trabajar por y para tu pueblo, Iranion?

- Trabajar por y para el alma de mi pueblo.- Respondió, atreviéndose a alzar el tono de su voz y la cabeza con su orgullo habitual.- El arte, padre.

El repentino estallido resonó en la habitación. La bofetada que Sahenion le había propinado le hizo girar la cabeza y casi le hizo caer al suelo por la fuerza del golpe. El ardor se extendió desde el mentón hasta el pómulo y la boca se le inundó de sangre. Sintió las lágrimas anegarle los ojos al llevarse la mano al rostro y volver la mirada cargada de odio hacia su padre, que permanecía erguido observándole con la misma expresión.

- Te he consentido demasiado, he confiado en tu criterio y me has demostrado que careces de él. Sé que allí corregirán mis errores. Partirás la próxima estación, quieras o no. Eres un Lamarth’dan.

La puerta se cerró con estrépito, dejándole solo en la estancia en penumbra, donde las sombras parecieron cercarle al caer de rodillas y escupir la sangre de su boca sobre su mano. Observó la pieza de marfil flotando en el charco carmesí, como manchas contrapuestas a través del velo de las lágrimas. Escuchó como se cerraba el cerrojo de su habitación, y los pasos pesados de su padre al alejarse. No le dolió tanto el golpe como descubrir cuando se alzase el sol que su padre había donado los libros que con tanto celo guardaba y a los que tanto defendía a la biblioteca de la ciudad, había hecho desaparecer las liras, las harpas y las flautas y había vaciado la casa de todo instrumento de creación al alcance del joven Iranion. En un último intento por colocarle los arreos y llevarle por el camino que deseaba para él, Sahenion cultivó y alimentó el veneno del odio de Iranion, que siempre había estado gestándose en algún recóndito rincón de su alma.

I - El Jardín Secreto

Una aparición de velos blancos… pétalos que se abren a la noche y se dejan mecer por la brisa cálida y perfumada de un jardín en penumbra. En algún rincón murmura el agua de una fuente cristalina, corea con sutilidad a la voz de seda, que deja escapar las notas de una canción triste, temerosa de ser escuchada. Es una flor secreta, una magnolia blanca velada por el follaje de los espinos, a veces se abre en su celda y sueña con bailar a la luz de la luna, sueña con besar el sol desnuda y sin vergüenza. La hierba húmeda acaricia sus pies desnudos, el cabello se abre como un sinfín de sedas de araña, finas y resplandecientes, blancas como las perlas, cuando voltea sobre si misma y alza las manos al cielo, su perfume esparce en el aire el hechizo que solo ella sabe entretejer, convierte en sueño el suelo a mis pies, y la imagen etérea de su silueta es lo único real en este mundo que pierde sentido y substancia.

Es mi canción lo que brota de sus labios. Susurrante y dulce, su voz parece amplificarse en el pequeño claro, viene a besar mis nervios y deslizarse en mis entrañas. Las notas de nuestro poema, la llamada y la evidencia del conocimiento de mi presencia… ella siempre adivina mi mirada entre las sombras, aunque me alíe con el silencio. Canta para mi, baila para mi como un sueño hecho carne. Teje la tela y tira con suavidad, susurrando nuestros secretos, abriéndose a la luz de la luna y resplandeciendo entre los espinos. Me roba el aire cuando se acerca. El tacto imposible de los labios aterciopelados sobre los míos, la caricia que se cierra en mis manos y tira de mi hacia la luz, la humedad empalagosa de su boca que se abre como la fruta madura mientras el mundo comienza a girar alrededor, su cabello enredándose con el mío, la fuerza que nos une en el círculo mistérico que dibujan sus pies, son los hilos que dibujan su tapiz, son las manos con las que moldea mis anhelos.

Belore… no quiero escapar… quiero agazaparme por siempre en su celda, abrazado por los pétalos de mi flor secreta, en el jardín al que nadie puede acceder, donde los arcanos de su belleza solo a mi pertenecen, donde postro mi alma y me sacrifico en tributo a sus dones, donde solo obtendría aquello que merece.

La hierba besa mis rodillas, los velos me cercan y se me enredan, sus dedos de alabastro se deslizan sobre mis cabellos, los suspiros quedos se ahogan en el murmullo del agua, mi respiración entrecortada es la oración que repito mientras me hundo en el almíbar tibio de sus profundidades y su sabor se esparce en mi interior como un sinfín de caricias sutiles. Me entrego como un fiel ante su dios, ante la luz que insufló la vida en su carne, me deshago en alabanzas y mi rezo se vuelve fervoroso cuando su voz responde como el sonido de las olas ante de romper en la costa. Mis manos cerradas en los velos blancos, reclaman la comunión con la divinidad, mi cuerpo incapaz de contener la vida se tensa y vibra de necesidad… y son sus manos de alfarero las que me moldean, me guían a través de mis propios deseos, a través de sus velos hacia los dones voluptuosos de su anatomía.

Ninfa divina, estatua que cobra vida, musa que otorga el don de la inspiración, hogar de Belore y Elune, tu cuerpo es el templo sagrado donde se forman las estrellas, donde el primer destello desató la creación. Tu cuerpo es el útero de cada pensamiento hermoso, la matriz de la belleza que rebosa desde tus manos. Y me elijes para darme de beber, me elijes para rezar arrodillado ante tus altares, me elijes para bendecirme con tu misterio creador. Solo a ti me debo. Solo soy por ti. No me niegues los dones gozosos, nunca veles tu mirada de universos. Tus ojos están en mi y no consigo encontrar palabras para dar forma a mi agradecimiento.

El abrazo me estrecha. Su respiración se quiebra en la garganta, el sudor la hace resplandecer como a un hada en el pequeño claro. Una figura de plata y marfil que ha cobrado vida y se arquea flexible como un junco, respondiendo a mis plegarias, tirando de mis cabellos cuando la marea nos arrastra hacia la quietud de las profundidades de un lago cristalino. Flotamos juntos, enredados en sus velos, en la calma silenciosa de su templo.