sábado, 25 de febrero de 2012

XXV - El hogar III

El firmamento había comenzado a teñirse de plata y las ramas antiguas de los árboles se abrían inexorablemente a él. Intentaba encontrar el camino al centro, el sendero formado por hojas de roble y raices gruesas, las ramas que conocía y que le protegían, pero una y otra vez encontraba la tierra salpicada de flores blancas, los velos esquivos que susurraban en las esquinas de un laberinto de arbustos que fueron setos cuidados en algún momento, bóvedas de hierro forjado en las que se enredaban las zarzas, y las magnolias abriéndose a la luz de la luna, empachándole con su fragancia dulzona.

Se quedaba sin aire, en ese jardín solo había perfume, y no quería respirarlo, no quería escuchar los murmullos del viento, la canción de la noche despejada ni quería alzar la mirada al orbe que refulgía en algún punto del firmamento. Sus pasos retrocedían una y otra vez, corría arrancando las ramas de los arbustos cuando se cerraban a su paso, desesperado por huir del camino intrincado en el que solo un sendero pretendía ser válido. No, no lo seguiría, ya lo había negado, lo había condenado bajo una mancha espesa y azulada, lo había maldecido cuando quiso abrirse camino en su lienzo y había luchado hasta la extenuación para no rendirse al agotamiento. Sentía un miedo irracional por cruzar la puerta de la buhardilla, y acabó enredándose en las sábanas aferrado al pincel, hasta que el sueño acabó por vencerle en la espera y le arrojó a aquella opresiva ensoñación.

Cayó de bruces al suelo cuando una raíz retorcida se enroscó en su tobillo. Sus manos se hundieron en la tierra negra y al revolverse para sacarlas descubrió el mármol blanco bajo ella, sucio de un líquido espeso. Se dio cuenta entonces de que aquello que cubría el sendero que pisaba era una amalgama de tierra y sangre, su olor ascendía y se mezclaba con las magnolias, le manchaba las manos y las piernas hasta las rodillas. Parpadeó con fuerza, de rodillas y con la mirada fija en el suelo, sintiendo el peso de la mirada plateada que caía como una losa sobre su espalda... y entonces comenzó a rezar, cerrando los ojos y retorciéndose las manos sucias, comenzó a rezar hasta que las palabras no tuvieron ningún sentido.

Y en algún momento, el calor le besó la frente. Un tacto suave y protector, la presión de unos brazos a su alrededor, levantándole de la tierra, una fuerza que emanaba con serenidad, rodeándole, alejando los susurros, la canción hipnótica, la luz afilada como cuchillas y el peso de la mirada de la luna, cobijándole en su centro. El olor de la tierra mojada le inundó las fosas nasales, convirtió en un mero recuerdo el olor punzante de la sangre y las magnolias. El ramaje se cerró, y su conciencia poco a poco despertó a la realidad. Al entreabrir los ojos, respirando calmadamente, pudo ver con claridad el roble dibujándose, iluminado por el resplandor de los fanales de la calle, extendiendo las ramas en la vidriera de su hogar. Los brazos de Bheril le rodeaban, poderosos y acogedores, ofreciéndole un abrazo tan intenso como cuidadoso. Tenía la cabeza apoyada en uno de ellos, la espalda pegada al pecho del elfo y sentía el roce efímero de sus labios en sus cabellos, el roce de su aliento cuando recitaba en voz baja.

- De entre todos los mundos elijo la imperfección.

Su voz era un murmullo, pero llenaba la habitación. Iranion cerró los ojos, sin moverse, fingiéndose dormido otra vez, mientras esa voz de bosque antiguo tejía su hechizo, respondía a sus rezos con palabras que eran magia.

“Sé que se esconde
Bajo las aristas de estas colinas blancas
Donde mis dedos ahora vuelan
Como pájaros esquivos dibujando tu hombro
Y la curva de tu cuello
Revolotean efímeros y vuelven de nuevo
Incapaces de despegar sus alas de tu piel”

La pesadilla fue alejándose, sus dedos extendidos dejaron de rozarle, la sensación terrible que oprimía su pecho se fue evaporando entre los silabarios que desglosaba su compañero, aun tenía impresa en la retina la imagen iluminada del roble.

“Pájaros que quieren ser culebras
Para serpentear en tu cintura
Que no se conforman con tocarte
Por grande que sea esa bendición.
Porque debajo está el mundo.
El mundo de tus caricias oscuras,
Prisioneras. De tus ojos que no se apagan.
De tus miradas secretas.
De la devoción sagrada, del tormento
Del dolor que te conforma y yo no entiendo
De todos tus defectos”

Y poco a poco, el alivio, la seguridad de haber vuelto al hogar, la convicción de estar donde debía y la calidez que quería brotar en forma de lágrimas y palabras.

“No hay perfección en la forma,
Está en la aceptación del ojo que contempla
Que sabe
Que defectos o virtudes son flores
Irregulares y espontáneas
Que el jardinero fiel siempre cuida
Preservando la fragancia de un amor
Sin nombre. “

Y quiso darle forma, decir su nombre, decirle que le amaba, pero el hechizo le envolvió por completo, y se durmió, sereno, soñándose cobijado entre las raíces del enorme roble, en el bosque que era su hogar.
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El poema está escrito por Hendelie, que es quien "maneja" a Bheril en la actualidad.

XXIV - El hogar II

Había intentado hacer las cosas con la máxima premura, tras haber cumplido con sus obligaciones tuvo que recorrer media ciudad para inscribirse en el torneo que iba a tener lugar en unas semanas, y llegó con el tiempo justo para dar sus datos a los escribas tras haber aguardado en una cola que parecía interminable. Mientras corría de vuelta a casa, con el sol poniéndose sobre los tejados lacados del barrio viejo, le costaba reprimir la sonrisa esperanzada, que a veces le destellaba en la mirada. Casi arrolló a la señora Peterson cuando abrió la puerta de la casa del canal, la mujer le miró sobresaltada un instante, y pareció relajarse cuando Bheril le dedicó una sonrisa ancha, mientras resollaba.

- Vaya prisas, jovencito. ¿Está todo bien?.- Cerró la puerta y le observó con ese aire de preocupación de las abuelas por sus nietos.

- Claro, señora Peterson, es solo que se me ha hecho algo tarde.

La mujer apretó los labios y se acercó a él, poniéndole una mano sobre el brazo. Desde que los hermanos Hojalba vivían en el ático de su casa los había adoptado como si formasen parte de su familia, tal vez por eso parecía algo inquieta, a pesar de la sonrisa del elfo que comenzaba a mirarla extrañado.

- Acompáñame un momento, he estado preparando infusión, creo que tu hermano no se encuentra muy bien, lleva días sin salir.

- No se preocupe… le ocurre a veces, está trabajando en sus cosas.

Intentó que sonara convencido, pero la mujer negó con la cabeza y tiró con suavidad de su brazo, llevándole hacia la cocina. Sobre los fogones de la enorme cocina de hierro hervía un puchero, y la tetera permanecía a un lado, humeando por el largo cuello, la señora Peterson ya había dispuesto la bandeja con las tazas, y dejó la tetera sobre esta antes de tendérsela al elfo.

- Os vendrá bien a los dos, deja que se enfríe un poco y tomadla antes de dormir.

Bheril asintió mientras cogía la bandeja, frunciendo ligeramente el ceño. El vapor que salía de la tetera tenía el penetrante olor amargo de las hierbas medicinales, aunque no se parecía al aroma de las infusiones que la señora Peterson preparaba cuando él estuvo enfermo. Aunque la sonrisa se le había borrado, le dedicó una mirada agradecida y cálida a la mujer, que le tocó las manos cuando sujetó la bandeja para llevársela con un tacto acogedor y una sonrisa melancólica.

- Me gusta que estéis aquí.

- Gracias, señora Peterson.

- No, no me las des. Cuidaos, por favor.

El elfo asintió, observando esa preocupación genuina en la mirada de la mujer, que le encogió el estómago al hacer aflorar la suya propia. La humana le soltó las manos y le hizo un gesto para que se fuera, apremiándole, volviendo a sonreírle con su habitual dulzura. Mientras subía las escaleras, tan rápido como podía con la bandeja entre manos, sintió su corazón acelerársele en el pecho, con una sensación de amarga anticipación.

En la buhardilla, todo estaba en calma, y el alivio vino a apaciguar la punzada dolorosa e inexplicable en su pecho cuando vio a Iranion dormido en la cama junto a la vidriera, enredado entre las sábanas. Dejó la bandeja con la tetera humeante sobre la mesa de madera. Los candiles permanecían encendidos, y algunas velas sobre la mesa de trabajo de Iranion arrojaban luz sobre un espacio de trabajo desordenado. Bheril no pudo más que sentir la inquietud renovada cuando vio la pintura que goteaba desde el lienzo que reposaba sobre el caballete, donde una mancha de pintura azul hacía irreconocible los trazos bajo ella y se escurría en gotas cada vez más lentas hasta el suelo de madera. Iranion era metódico y compulsivo con la limpieza, aquel comportamiento le hizo preguntarse otra vez si tal vez la señora Peterson no tenía razón y su compañero estaba enfermando, por eso al acercarse y sentarse en la cama, a su lado, deslizó una mano hasta su frente y dejó los dedos frescos en ella por si encontraba rastros de fiebre. Iranion dejó escapar un gemido desvaído en cuanto posó las yemas de los dedos sobre su piel, se removió despacio bajo las sábanas y al relajarse su cuerpo fue cuando Bheril se dio cuenta de que el cuerpo del elfo había estado engarrotado y en tensión. Un pincel manchado de azul rodó sobre las sábanas blancas, dejando un rastro de pintura cuando Iranion relajó las manos que mantenía aferradas a él.

Bheril se sacó las botas y tiró de las sábanas con cuidado para tumbarse junto a él, rodeándole con los brazos en un gesto suave para no despertarle. Posó los labios sobre la cabeza de Iranion y fijó los ojos en la vidriera, cuyos colores apenas se distinguían ahora que la noche estaba bien entrada. Le cobijó con cuidado, y dejó que la angustia se fuera diluyendo con la sensación real del cuerpo de su compañero entre los brazos, de estar donde debía y haciendo lo que debía, aunque su parte más racional se revolviese inquieta sin saber cómo actuar, su alma se sosegaba al escuchar la respiración acompasada y tranquila de Iranion, al ser consciente de alguna manera de que en ese momento justo nada le atormentaba.

XXIII - El hogar I

Aun no había caído la noche. Las teselas de la vidriera se encendían con el resplandor rojizo que besaba los tejados de Ventormenta, se apagaban despacio cuando las nubes velaban los rayos del sol que agonizaba y volvían a destellar como si un hechizo las alimentase de nuevo cuando se retiraban en su vaivén. El silencio había caído repentinamente cuando el viento dejó de aullar en los canales, los crujidos de la madera quejándose por la humedad de la lluvia reciente rompían a veces la quietud de la estancia, como si pasos invisibles recorriesen la tarima desgastada.

La humedad le impregnó los dedos cuando los deslizó despacio sobre el cristal fragmentado, se condensó y comenzó a lagrimear, recorriendo el dibujo de las hojas azules y doradas del árbol de cristal. Llevaba horas allí, hecho un ovillo entre las sábanas revueltas, inconsciente del tiempo que seguía transcurriendo en el mundo tras la vidriera. El tacto frío del cristal le ayudaba a mantenerse consciente, mientras hubiera luz al otro lado podría mantenerse despierto, pensar con toda la claridad de la que era capaz.

Quería encontrar las fuerzas para levantarse y volver al taller, Arnaudi había sido expeditivo cuando le echó hacía unos días, no fue por los plazos, ni siquiera por las libertades que siempre se había tomado; es que los pinceles se le rebelaban, es que había reducido a jirones los lienzos pintados, es que descubría miradas, velos, firmamentos que no quería que brotasen, es que se le había agotado la razón y a Arnaudi la paciencia. ¿Qué estaba ocurriendo? Se lo preguntaba a si mismo, al silencio y al cristal frío, y ahogaba la respuesta en el fondo de su alma, no quería verla, no quería aceptar lo que añoraba con tan terrible desesperación. “Este es mi hogar”, se repetía en un continuo mantra, era todo lo que necesitaba, todo lo que anhelaba.

Presionó las yemas de los dedos sobre el cristal, dejando un trazo de humedad condensada y de lágrimas transparentes al dejarlas resbalar. La luz se moría al otro lado, y él apretaba los dientes, con el latido del corazón contenido. No iba a dejarse vencer por la fatiga, por ese peso extraño que le estaba manteniendo anclado, volvería al taller con un trabajo que haría que Arnaudi se postrase de rodillas, él era imprescindible para el maestro, era la clave de su éxito actual, el engranaje que hacía girar al resto, el verdadero maestro. Podía hacerlo, recuperar las riendas sin que nada resultase perjudicado, ni siquiera debía preocupar a Bheril con ello, Doménico le había echado otras veces, y siempre había vuelto, nunca se lo había contado por que realmente no tenía ninguna importancia.

Arrastró consigo las sábanas al levantarse, los pies descalzos arrancaron un quejido a la madera, que pareció gemir cuando caminó sobre la tarima, con el paso cansado de quien arrastra una cadena pesada. Las manos temblorosas se cerraron con fuerza sobre uno de los lienzos apilados, lo colocó sobre el caballete que había estado esperando de pie durante días y días, y se sentó en el taburete, empuñando el carboncillo como si de una daga se tratase, dispuesto a apuñalar su debilidad y a enfrentarse al blanco punzante del vacío en la tela. Los primeros trazos le hicieron destensar la mandíbula, aunque en la penumbra del ocaso apenas pudiera ver, comenzó a trabajar con movimientos que poco a poco se volvieron enérgicos, líneas vaporosas y manchas que daban forma a un bosque de ramas nudosas, un sendero que se hundía en la espesura y un cielo que tomaba forma con el rabioso frotar del carboncillo sobre la extensión blanca. Los pensamientos comenzaron a diluirse como la luz se moría en las calles de la ciudad, abandonándole al estado febril contra el que había estado luchando hasta ahora, hasta que ya no pudo recordar qué arma empuñaba ni por qué lo hacía.