miércoles, 4 de abril de 2012

XXVI - Plegarias de pigmento

Durante muchos días Iranion no salió de la casa de las tejas esmaltadas. Apenas dormía en los interludios solitarios del día, cuando su compañero se deslizaba sigiloso y cerraba la puerta con cuidado, abandonando su reino al silencio más absoluto. Ese hechizo de soledad había comenzado a enraizar un miedo irracional en su propia alma, un temor que le impedía abrir la puerta y convertía ese hogar de madera y cristal en un espacio seguro, en el círculo mágico que le protegía de los terrores que acechaban en el exterior. Allí permanecían sus huellas, el olor a resina, a tierra mojada y al aceite que hacía brillar las hojas del maestro de armas, la presencia firme y envolvente del bosque antiguo donde el pintor se refugiaba de los fantasmas que poblaban sus pesadillas.

Ese hechizo temblaba y estallaba al romperse cuando la puerta volvía a abrirse y los pasos seguros de Bheril arrancaban quejidos a la tarima, se volvía tan frágil como una pompa de jabón cuando la sonrisa franca del elfo traía la luz del exterior a su mundo en penumbra, y aunque el sol cayera, la noche dejaba de resultar amenazante y perturbadora. Bajo las ramas extendidas del roble de cristal, amparadas por el resplandor mortecino de los fanales de Ventormenta, las horas transcurrían tranquilas, el aire se volvía menos pesado, podía respirarlo con ligereza y el mundo dejaba de resultarle un lugar inhóspito.

Era durante estas horas cuando encontraba la fuerza necesaria y todas las razones para avanzar. Deshacía con cuidado el nudo de los brazos poderosos de Bheril alrededor de su cuerpo, y se deslizaba entre las sábanas hasta que sus pies descalzos tocaban la cálida madera del suelo. Encendía una a una las velas que descansaban alrededor del lecho, hasta que este semejaba un altar de sábanas doradas y tiraba de la tela que cubría su lienzo y el secreto rezo que tomaba forma bajo la tela blanca. Durante incontables noches había estado acudiendo a él al amparo de la luz de las velas, y todas las horas que había pasado en la observancia del rostro dormido de su compañero, todos los bocetos que había guardado celosamente, comenzaban a dar su fruto en el lienzo.

Despacio, como crecen los árboles, así iba formándose la imagen en esa ventana a su propio mundo, tan auténtico que no se rebelaba, tan real que no le asustaba. Ese instante que había conseguido capturar, la belleza sublime que brotaba de sus manos cuando hacía acopio de todas sus fuerzas, le devolvería las riendas de su propia vida. Doménico no podría más que postrarse y arrepentirse por haber dudado de él en algún momento, le pediría perdón por haberle menospreciado, por creerle incapaz de superar a las sombras y a los fantasmas de sus lienzos. Así, en el silencio y el arropo del bosque dormido, las últimas pinceladas concluyeron su oración. La luz que titilaba desde esa ventana hecha de pintura se colaba en su propio mundo, sosegaba su alma y le acercaba a la belleza que pretendía capturar, le hacía sentirse menos sucio, menos indigno. Era su ofrenda de pureza a un dios que le había entregado una bendición sin merecerla, la súplica silenciosa por que le transformase si era capaz de entender su belleza, de reproducirla y ensalzarla para convertirla en luz. Era su fe hecha pigmento y claroscuro.

Allí estaba. Durante horas lo observó, el cuerpo dormido, real y cálido, y aquel que descansaba al otro lado, en ese otro mundo. Lo observó en todas sus facetas, hasta que la luz del alba trajo los primeros trinos de los pájaros que despertaban en los tejados. Veló de nuevo esa imagen, con el corazón acelerado en el pecho, y volvió a deslizarse entre las sábanas. Aun dormido, Bheril se removió despacio y le rodeó con los brazos, enredándose como las raíces fuertes del roble en la tierra. Se le agolparon las palabras en la garganta, se anudaron angustiosamente, queriendo derramarse, contradecirse, suplicar, parecían pelear dentro de él, matarse hasta quedar en un angustioso silencio, cuando sus fantasmas parecían poseer sus manos y su gesto, y negándose a rendirse, brotaban de sus caricias trémulas sobre el rostro dormido de su compañero.

- Bheril… - se condensaban en el resuello, en su nombre. Y todo lo que deseaba decirle se diluía en sus ojos, se fundía entre los labios de ambos cuando al despertar, su compañero, su amante, le estrechaba en el abrazo intenso en el que se desperezaba y sus ojos del color de las profundidades oceánicas le observaban al abrirse. Todo lo que había conseguido expresar en el espacio en blanco del lienzo palidecía ante lo que sentía cuando esa luz le tocaba. Todo lo que había conseguido recrear, describir, se quedaba en una sombra cuando el sentido verdadero de la belleza se le revelaba… y aunque se sintiera indigno abría los brazos a ella y bebía de sus frutos con una sed eterna e insaciable, bebía hasta que la culpabilidad se anegaba, hasta que sus dedos eran capaces de aferrarse a la piel y su cuerpo se abandonaba a un amor que no entendía de miedos ni de espejismos.

Era imposible, sencillamente, traducir o entender algo que emana de la divinidad. Era imposible, pero Iranion no cejaría en su empeño, no dejaría de entregar sus ofrendas, no dejaría de observar esa belleza hasta que sus ojos se convirtieran en cenizas. Hasta morir o redimirse. Pues solo muerto dejaría de buscarla.

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