sábado, 25 de febrero de 2012

XXIII - El hogar I

Aun no había caído la noche. Las teselas de la vidriera se encendían con el resplandor rojizo que besaba los tejados de Ventormenta, se apagaban despacio cuando las nubes velaban los rayos del sol que agonizaba y volvían a destellar como si un hechizo las alimentase de nuevo cuando se retiraban en su vaivén. El silencio había caído repentinamente cuando el viento dejó de aullar en los canales, los crujidos de la madera quejándose por la humedad de la lluvia reciente rompían a veces la quietud de la estancia, como si pasos invisibles recorriesen la tarima desgastada.

La humedad le impregnó los dedos cuando los deslizó despacio sobre el cristal fragmentado, se condensó y comenzó a lagrimear, recorriendo el dibujo de las hojas azules y doradas del árbol de cristal. Llevaba horas allí, hecho un ovillo entre las sábanas revueltas, inconsciente del tiempo que seguía transcurriendo en el mundo tras la vidriera. El tacto frío del cristal le ayudaba a mantenerse consciente, mientras hubiera luz al otro lado podría mantenerse despierto, pensar con toda la claridad de la que era capaz.

Quería encontrar las fuerzas para levantarse y volver al taller, Arnaudi había sido expeditivo cuando le echó hacía unos días, no fue por los plazos, ni siquiera por las libertades que siempre se había tomado; es que los pinceles se le rebelaban, es que había reducido a jirones los lienzos pintados, es que descubría miradas, velos, firmamentos que no quería que brotasen, es que se le había agotado la razón y a Arnaudi la paciencia. ¿Qué estaba ocurriendo? Se lo preguntaba a si mismo, al silencio y al cristal frío, y ahogaba la respuesta en el fondo de su alma, no quería verla, no quería aceptar lo que añoraba con tan terrible desesperación. “Este es mi hogar”, se repetía en un continuo mantra, era todo lo que necesitaba, todo lo que anhelaba.

Presionó las yemas de los dedos sobre el cristal, dejando un trazo de humedad condensada y de lágrimas transparentes al dejarlas resbalar. La luz se moría al otro lado, y él apretaba los dientes, con el latido del corazón contenido. No iba a dejarse vencer por la fatiga, por ese peso extraño que le estaba manteniendo anclado, volvería al taller con un trabajo que haría que Arnaudi se postrase de rodillas, él era imprescindible para el maestro, era la clave de su éxito actual, el engranaje que hacía girar al resto, el verdadero maestro. Podía hacerlo, recuperar las riendas sin que nada resultase perjudicado, ni siquiera debía preocupar a Bheril con ello, Doménico le había echado otras veces, y siempre había vuelto, nunca se lo había contado por que realmente no tenía ninguna importancia.

Arrastró consigo las sábanas al levantarse, los pies descalzos arrancaron un quejido a la madera, que pareció gemir cuando caminó sobre la tarima, con el paso cansado de quien arrastra una cadena pesada. Las manos temblorosas se cerraron con fuerza sobre uno de los lienzos apilados, lo colocó sobre el caballete que había estado esperando de pie durante días y días, y se sentó en el taburete, empuñando el carboncillo como si de una daga se tratase, dispuesto a apuñalar su debilidad y a enfrentarse al blanco punzante del vacío en la tela. Los primeros trazos le hicieron destensar la mandíbula, aunque en la penumbra del ocaso apenas pudiera ver, comenzó a trabajar con movimientos que poco a poco se volvieron enérgicos, líneas vaporosas y manchas que daban forma a un bosque de ramas nudosas, un sendero que se hundía en la espesura y un cielo que tomaba forma con el rabioso frotar del carboncillo sobre la extensión blanca. Los pensamientos comenzaron a diluirse como la luz se moría en las calles de la ciudad, abandonándole al estado febril contra el que había estado luchando hasta ahora, hasta que ya no pudo recordar qué arma empuñaba ni por qué lo hacía.

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