domingo, 29 de mayo de 2011

XVII - Un baile de máscaras III

Los invitados a la fiesta de disfraces en el palacio de alabastro y cristal se arremolinaban alrededor del Rey. Las plumas de pavo real que habían adornado su lujoso disfraz estaban desparramadas por el suelo, y una mujer lloraba agarrada a él sobre la tarima del escenario. Sus lágrimas eran más que reales, y a estas alturas todos contenían el aliento, asomados a ese mundo imaginario que de pronto se había hecho dueño de sus vidas. El Rey agonizaba, herido de muerte por la mano de su hombre más leal. La sangre comenzó a manchar el suelo del escenario, y la mujer, la amante del Rey, se volvió hacia su marido, el regicida, que había sido a su vez traicionado por su Rey y por su esposa.

Iranion mantenía los ojos bien abiertos, y parecía haber olvidado los detalles de la iluminación y la colocación de sus decorados, estaba inmerso en la obra, en silencio junto a su compañero, que parecía también en tensión, esperando el desenlace como si jamás hubieran leído aquella historia. La voz de la mujer sonó con un dolor real y desgarrado, que hizo a Iranion inclinarse hacia adelante y apretar los puños.

- Toma, esposo mío. Esta es tu orden de traslado, el Rey nos iba a enviar a ambos a Lordaeron para matar nuestro amor traicionero con la distancia y mantener así íntegra la lealtad que os profesabais.

La guardia apareció en escena, las alabardas apuntando hacia el leal consejero del Rey que aun tenía entre los guantes que simulaban las garras de un lobo el cuchillo ensangrentado con el que había dado rienda suelta a sus celos. Cayó de rodillas, soltando el cuchillo, y el resuello del Rey le hizo acercarse a él, casi arrastrándose por el suelo.

- Mi señor, ruego a la Luz me perdone algún día.

- Ha sido mi pecado… mi fiel Ankhar… desear los dones que me son… ajenos…- Tosió, y de su boca se precipitó un hilillo de sangre. – Esta es mi última voluntad… y será la que limpie… mi traición… apartad las armas de ellos, mi perdón es para él… y para los hombres que deseaban mi muerte… que purifique el perdón mi orgullo y… mi codicia.

Un estertor le hizo convulsionar y dejar los ojos en blanco dichas estas últimas palabras. Exhaló un suspiro ahogado y quedó rígido en brazos de la mujer, que estalló en un sollozo que hizo estremecer las almas de todos los que observaban. La guardia bajó las alabardas, Ankhar besó las manos de su Rey y las luces se fueron apagando hasta que todo quedó en un silencio sepulcral. La impresión dio paso a una ovación repentina, los nobles se levantaron de sus asientos para aplaudir, y el telón se abrió para mostrar a los actores, en pie y sonrientes, enlazando las manos y saludando al público.

Ni siquiera Iranion pudo evitarlo, la actuación de aquellos humanos había sido tan sublime que hasta había conseguido olvidar sus disconformidades con la escenografía. Había terminado por sumergirse tanto en la historia que hasta las emociones de esos personajes le parecieron reales, las lágrimas y la sangre, y cada palabra pronunciada. Se puso en pie, y aplaudió con ganas, sin darse cuenta de que con el impulso había volcado la copa de vino que reposaba a su lado, y el pelucón blanco de una señora que se sentaba justo bajo ellos estaba tiñéndose de borgoña. Alguien exclamó un improperio, y la señora se tocó la cabeza y dejó escapar un gritito, alzando la mirada hacia la pérgola donde los elfos ya no pasaban desapercibidos. Iranion estaba demasiado ocupado aplaudiendo para darse cuenta de lo que sucedía, pero Bheril no era dado a perder conciencia de la realidad, mucho menos en una situación así. Los guardias ya se estaban apresurando para alcanzar la pérgola, mientras se hacía un corrillo de pelucas de distintos colores debajo de ellos. El elfo rubio tiró de su compañero, sacándolo repentinamente de su ensimismamiento y se precipitaron a la carrera sobre las estrechas vigas, entre las telas de los toldos. Una alabarda se asomó por uno de los huecos y Bheril la esquivó dando un salto, aceleró la marcha y se subió al muro al que estaban fijadas las pérgolas, tendiéndole una mano a su compañero y cediéndole el paso para que corriera delante de él. No habían perdido facultad alguna, a pesar de llevar ropas ceñidas y tan caras como habían podido permitirse, se escabulleron sobre el muro y saltaron como dos sombras sobre los tejados del invernadero que estaba pegado a la tapia por la que habían accedido.

Nobles y plebeyos se mezclaban en la plaza de la catedral, aun era temprano, casi la hora de cenar, y se habían abierto las puertas de la casa Roselyn para dar entrada a los necesitados a los que Lady Liona invitaba a una cena fastuosa en cada evento que organizaba para recaudar fondos para los distintos fines que la hacían sentirse menos despreciable por tener tanto dinero. Los guardias salieron a empellones, apartando a la algarabía que se había formado y corrieron en dirección a las calles laterales, en busca de esos dos caraduras, ladronzuelos sin duda, que se habían colado en casa de Lady Liona. Estaban tan concentrados en su búsqueda que tan siquiera se percataron de los dos elfos que se detuvieron en su tranquilo devenir y les abrieron paso, saludándoles con un asentimiento y arreglándose las lujosas chaquetas antes de seguir andando hacia el otro extremo de la plaza.

- ¿Ves?. Es mejor ir sin prisa, la gente solo ve lo que espera ver.

Iranion miró de reojo a Bheril, y soltó una risa contenida. Bheril sonrió con suficiencia, sin alterar el ritmo de sus pasos.

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