viernes, 10 de septiembre de 2010

III - Bheril Hojazul

Le dolían partes del cuerpo que no le habían dolido jamás. Al arrastrarse hacia el camastro le había dado la impresión de que su cuerpo era de goma y el suelo se hundía y le desestabilizaba. Iranion se hundió entre las sábanas oscuras y se cubrió hasta la nariz, sorbiendo las lágrimas que luchaban por anegarle la mirada. Dormía rodeado por todos sus compañeros, en un cuarto atestado de literas que crujían al mínimo movimiento y aunque siempre estuvieran limpias al joven Iranion le asqueaba aquella situación como si le hubiesen arrojado a un campamento infestado de pulgas y anegado de barro. Se sentía absolutamente solo, aun rodeado de las presencias de aquellos que como él se convertirían en grandes guerreros algún día. Tal vez era el único para el que aquello se convertía en una condena de días que se arrastran entre el extenuante ejercicio físico y la ausencia total de todo lo que le había consolado durante su corta vida. Leriel no le despertaba ninguna mañana con su risa cantarina, no podía dormirse sobre los libros ni escapar a los jardines persiguiendo sueños secretos, no tenía las manos de su madre, ni su voz ni el olor de las magnolias que siempre impregnaba su pelo. Sus manos se estaban agrietando de blandir constantemente la espada, sabía que no podría volver a tocar en condiciones ninguno de los instrumentos que sabía tocar, eso no formaba parte de la vida de ningún guerrero.

Suspiró y calculó mentalmente los días que le restaban de aquella condena hasta poder volver a casa, a su habitación y a las canciones de la tata cuando paseaba con Leriel por los pasillos. Se mordió los labios y ahogó el llanto de nuevo, cerrando los ojos y alejando aquella cifra a la que se le hacía complicado sobrevivir. Como cada noche, a pesar del cansancio, el joven Iranion tenía que echar mano de sus recursos para conciliar el sueño que tan esquivo le resultaba. Se imaginaba tendido sobre una barcaza a la deriva, con el pelo mojado y cubierto de la sal del mar, flotando entre los restos de un naufragio, como Tyrel el Negro tras la terrible tempestad que condenó al olvido a toda su flota y a los maravillosos tesoros del imperio de Azshara que atestaban las bodegas de su navío. Él también había perdido sus más preciados tesoros, también flotaba a la deriva en una barcaza que amenazaba con inundarse y dejarle sin ningún apoyo, a merced de aquel océano profundo que te ahogaba hasta el alma. Imaginaba que tenía el arrojo y la fuerza de aquel elfo que fue escupido por las aguas en una isla remota donde las nagas le tomaron como esclavo y condenaron a una vida que no era la suya. Se imaginaba tan astuto como él, consiguiendo que el destino se retorciera a su voluntad para transformar su condición de esclavo en la del señor. Era Tyrel el Negro, y tarde o temprano se alzaría como lo que verdaderamente era, le serían devueltos sus tesoros y posición.

En plena ensoñación, un suave golpe en la sien le hizo parpadear y abrir los ojos a la oscuridad. No estaba seguro de que aquel golpe hubiese sido real, con gestos agotados y ensoñecidos, se incorporó y palpó sobre las sábanas hasta toparse con el tacto rugoso de una pelotita apretada de papel. Frunció el ceño con extrañeza al ver el resplandor tenue que latía como un pequeño corazón en el centro de la esfera irregular, intentó ser lo más silencioso posible, pero le pareció que el crujido del papel llenaba la estancia cuando lo abrió y un pequeño fragmento de maná cristalizado cayó a la palma de su mano, brillando suavemente en tonalidades celestes, aquella luz apenas iluminaba la palma de la mano, pero al acercarla al papel constató su utilidad al ver las letras de trazo fino dibujadas en él.

“Te he visto en el entrenamiento, puedo ayudarte a mejorar”

Sintió como se le agolpaba la sangre en las mejillas y la vergüenza tomaba rápidamente el disfraz de indignación. Pensó en levantarse y tirar de las sábanas de la litera superior hasta que el autor de aquel insulto cayera al suelo por su propio peso, pero incluso pensar en ello le provocó una punzada de dolor en los músculos que le convenció de quedarse donde estaba, eso y el castigo que le esperaba si le encontraban despierto a esas horas. Tanteó sobre su mesilla hasta encontrar la pluma que le había regalado su madre, que funcionaba con un depósito de tinta que nunca se secaba y raras veces había que rellenar, apoyó el papel en la rodilla flexionada y escribió intentando que su letra fuese tan clara como la de su vecino de arriba.

“No te he pedido ayuda y tampoco la necesito. Estás tan capacitado para la instrucción como yo.”

Envolvió la piedra de maná y la lanzó hacia la litera de arriba con cuidado de que no se precipitase hacia el suelo al caer. No tardó en escuchar una risa ahogada y tuvo que apretar los puños para contener el bufido indignado. Sentía que se estaban burlando de él, y era lo único que le faltaba. La pelotita de papel volvió a golpearle, esta vez en la nariz, y rebotó en su regazo.

“Yo al menos sé que una espada no se empuña como el arco de un violín.”

Sabía bien quien era ese engreído que le había tomado como entretenimiento en una noche de insomnio. Berhil Hojazul era el hijo menor de una familia de las Casas Bajas, sus padres habían acudido a más de una fiesta en la residencia de verano que su familia tenía cerca de Brisa Dorada, Sahenion y el patriarca de los Hojazul mantenían una relación cordial, a pesar de que su madre les consideraba ciudadanos de segunda y oportunistas y no solía disimular el desprecio que sentía hacia su sangre.

“Debe ser lo único que sabes, por eso me molestas vanagloriándote de ello. Si me sigues molestando llamaré al guardián.”

La pelotita volvió a volar y afinó el oído para escuchar el rasgueo del lápiz sobre el papel. Le resultaba irritante que a pesar de lo arrugado que estaba el papel y lo difícil que era escribir en la oscuridad Bheril consiguiera mantener la letra tan clara e impoluta.

“Así podrán castigarnos a los dos. Te esperaré en el puerto después de comer, no te olvides la espada.”

Estaba a punto de estallar, si tuviera una piedra se la habría devuelto en lugar del inofensivo papel arrugado, cuanto más pesada y afilada mejor. Vocalizó en silencio mientras escribía, con todo el desprecio del que fue capaz.

“Vete al infierno”

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